Encuentros en la tercera fase*



Rubén Touriño. Psiquiatra

Programa de Salud Mental para personas sin hogar

Parc Sanitari Sant Joan de Deu

Barcelona

Correspondencia: rtourio@hotmail.com


Me gustaría comenzar compartiendo el modo en que fueron surgiendo las palabras que han dado pie a este pequeño guión alrededor de la práctica clínica en en un dispositivo comunitario de atención a ciudadanos sin hogar en la ciudad de Barcelona1.

Una tarde de trabajo nos encontrábamos Josep Mª (enfermero ESMESS) y yo en la calle tratando de visitar a una mujer que conocimos hace un tiempo; dispone de una habitación en un centro residencial pero allí resulta difícil el encuentro porque no siempre pernocta en él y, cuando lo hace, suele abandonarlo antes del amanecer: tras el fallecimiento de una hija hace años en el incendio de su domicilio, no se ha permitido volver a hacer de una casa su hogar, pasando el día en la calle, entregada al consumo de cerveza y siguiendo las indicaciones de quien había sido su marido a través de las voces mediante las cuales es hablado, explica; es por eso que apostamos por la posibilidad de encontrarnos con ella en una de las ramblas de la ciudad.


Ese día no sucedió, pero pretender hacer una visita domiciliaria en un banco en medio de la vía pública, compartiendo el espacio con vendedores ambulantes, algunos vecinos del barrio sentados a la sombra, unos pocos niños jugando, junto con las 



* Texto presentado en la sesión clínica del servicio de psiquiatría del C. Hospitalario Universitario de Ourense, 18 junio 2015.

1 Equip de Salut Mental a les persones en Situació Sense llar – ESMESS.









diferentes lenguas de que se entrecruzaban en esos escasos metros, muchas de ellos incomprensibles a nuestros oídos, me produjeron cierto extrañamiento y sorpresa: “parece que estamos en encuentros en la tercera fase”, pensé; acto seguido, me dio la risa y nos fuimos a otra cosa.


Semanas después, cuando Alcira me preguntó por la posibilidad de un título para la sesión, aún sin saber qué podría decir, fue éste el que me vino a la cabeza: “Encuentros en la Tercera Fase”; con la transferencia ya en marcha, no me quedó más remedio que volver a ver la película así titulada y de la que tenía un vago recuerdo.


Se trata de un filme de ciencia ficción del año 1977 dirigido por Steven Spielberg; el argumento gira alrededor de cómo el encuentro con un ovni afecta de modo particular a la vida de los distintos personajes, desde un electricista hasta una madre y su hijo de cinco años, pasando por los científicos que tratan de comprender algo sobre el asunto.


No sé si recuerdan la escena2 en la que sonaba una melodía que se hizo muy popular: en ella, un grupo de científicos (François Truffaut interpreta el papel del investigador principal) dirige su interés a tratar de encontrar la lógica del lenguaje mediante el cual suponen que se comunican los extraterrestres: es un lenguaje musical, una partitura con notas musicales a las que, a modo de elementos significantes articulados, se les supone un sentido, pero sin advertir los significados. Me satisface pensar que Truffaut interpreta, si me lo permiten, a un científico-lacaniano, no sólo porque pudiera tomar alguna referencia de la lingüística, sino porque desde luego no deja de ser sorprendente que estos hombres 



2 “Close Encounters of the Third Kind - First conversation with the ETs". Youtube <https://youtu.be/AphKxQ2NsQo> [Consulta: 17 de junio de 2015]





de ciencia en lugar de pretender capturar y practicar la autopsia a unos seres extraterrestres, se  interesaran por intentar comunicarse y tratar de comprender qué quieren decir aquellos desconocidos con los que se encuentran. Casi podríamos decir que más bien se situaban como unos anfitriones: incluso desalojaron una montaña para poder recibirlos con mayor privacidad y tranquilidad.


Nosotros, no interesándonos por ovnis sino por sujetos (de todos modos si algún día aparecemos por la puerta del hospital queriendo hablarles sobre seres de procedencia extraterrestre, espero que nos acojan con la misma amabilidad que hoy), ¿cómo aprehender algo de la lógica del discurso que nos permita sostener el encuentro, necesario para hallar una manera de ayudar a otro que lo necesite, siempre que éste lo consienta?


Ciudadanos sin hogar, a veces sin documentación que acredite sus identidades, otras con un idioma que no comprendemos, en ocasiones sin que los servicios sociales (desde el lugar de proveer y asistir) sepan qué ofrecer, tal vez sin permitirse aceptar un alojamiento manteniendo así a distancia a un perseguidor pero al precio de vivir en la calle… Cuántas circunstancias… ¡menudo lío! ¿Por dónde empezar? El sujeto que habla como norte de la brújula: esa será la dirección que nos guíe. A veces situándose fuera del campo de la mirada, cual pulsión insoportable, otras veces teniéndolo delante pero sin querer oírle en su particularidad, permitir al sujeto recuperar su estatus de ser hablante y que tiene algo que decir es el rumbo propuesto.


Me gustaría compartir la orientación en torno a tres casos que atendemos en la actualidad, alrededor justamente del intento de acoger un discurso, de escuchar aquello que uno tiene que decir, como paso previo a hospedar a un sujeto en cuanto que éste pueda convertir un alojamiento en su hogar y no continuar en la calle. El primero de los pacientes reside temporalmente en

un albergue; el segundo caso, se trata de un hombre con quien nos encontramos en la calle, y el tercero, una mujer que conocimos cuando dormía en un parque y a día de hoy se hospeda, no sin dificultades, en un hostal.


I. “¿HE DE TENER MIEDO?”


J es un chico de unos veinte años que me presentaron en un albergue municipal, a donde había llegado hacía poco más de un mes desde el país centroeuropeo en el cual residía; los educadores sociales del albergue solicitaron una valoración clínica al advertir que expresaba sentirse seriamente enfermo pero sin precisar qué era lo que experimentaba para llegar a dicha conclusión; destacaban asimismo la dificultad para ducharse y cambiarse de ropa, sin poder dar cuenta de por qué no quería o no podía hacerlo.


Dado que yo desconocía la lengua materna en la cual que se expresaba, se hacía necesaria la presencia de una intérprete.

 

Primer encuentro


Lo primero que dijo fue lamentar tener que hablar con un psiquiatra puesto que no lo había solicitado; tenía razón, comparto que efectivamente no es obligatorio que haya de hablar conmigo pero que, una vez nos han presentado, si me permite saber si hay algo que le cause malestar, tal vez podamos encontrar algún tipo de solución, o tal vez no. Explica que tuvo que interrumpir sus estudios secundarios al aparecer lo que denomina, a veces “la enfermedad”, a veces “el accidente”, siendo esta cuestión aquello por lo que busca “un médico que le crea” y le haga las exploraciones pertinentes para ayudarle; este fue el motivo por el cual días antes se dirigió a un hospital de la ciudad, destino que resultó decepcionante: él esperaba haber sido atendido por “médicos de verdad” pero allí considera no le hicieron mucho caso, remitiéndole a que fuera a la consulta de un psiquiatra, exactamente lo mismo que le  decían en su país, y que él no compartía. La certeza estaba presente, él sabía lo que necesitaba, más allá de que no se lo facilitaran; y desde luego los psiquiatras no ocupaban ese lugar de la relación con la verdad: no era un lugar en el que pretender situarse.


¿Qué quiere decir cuando se refiere al “accidente”?: es algo tan increíble que no lo creeríamos; no se permite explicar más; agradezco que haya permitido este breve encuentro y, con prudencia, apostando estar ante una posición paranoide y un discurso de certeza en cuanto a algo que le sucede en el cuerpo (para lo cual demandaba exploraciones complementarias) le recuerdo que no ha de volver a hablar conmigo si no quiere, pero que dado que en quince días regresaré al albergue, si me lo permite lo saludaré; consiente, y surge una primera pregunta antes de despedirnos: ¿podrá continuar alojado en el albergue hasta que yo vuelva en 2 semanas? Son muchos días, teme que no le permitan permanecer más tiempo allí y no dispone de otro lugar donde dormir; acordamos que trasladaré esta petición a la directora del albergue.


Antes de esos quince días, previamente a un segundo encuentro, me hacen saber desde el albergue que solicita un ingreso hospitalario, “aunque sea en un hospital de psiquiatría” si es que no le facilitan el acceso a otro, como vía igualmente para “demostrar el diagnóstico de la enfermedad física” que padecía (era un adjetivo bien preciso, en cuanto advertía algo que afecta al cuerpo).


Lo acompañan al hospital donde será acogido voluntariamente durante cuatro semanas en una unidad de psiquiatría. Tras el alta retomaremos los encuentros que serán desde entonces de frecuencia semanal, a veces quincenal, contando con la presencia de la intérprete en todos ellos.


Segundo encuentro. El informe


De vuelta en el albergue, nos dice lo que él querría: tener una vida como otros chicos de su edad, pero no es posible en su lugar de residencia porque le dicen que, al igual que su madre, él también padece esquizofrenia paranoide (“lo que no es verdad porque ya tengo el rostro bien”) y lo hospitalizan en psiquiátricos en contra de su voluntad, incluso la policía ha entrado en su casa para llevarlo a uno; decían que era agresivo con la madre, él no lo piensa así. Solicita un informe donde se señale que no padece esquizofrenia como modo de evitar ingresos involuntarios cuando regrese a la casa familiar en la que viven los dos.


Pensaba que el reciente informe de alta hospitalaria, al no hacer constar ese diagnóstico sino otro (“psicosis no especificada”), le sería útil; me invita a leerlo. En el hospital le recomendaron un fármaco antipsicótico intramuscular; J no desea continuar dicha pauta en cuanto cree que le administraron algo más con la inyección, no se fía; así haremos, no la administraremos; le indico también que en el documento han hecho constar cuestiones privadas que él expuso al psiquiatra que lo atendió y que no ha de enseñarlo a cualquiera; a partir de aquí, podemos continuar los encuentros, en los que se mostrará receptivo y deseoso de hablar.


“¿He de tener miedo?”, es la pregunta que enuncia cuando nos despedimos esta vez y que reaparecerá en más despedidas.

 

La ropa


Advierten que no permite cambiar la que lleva puesta; la lava pero no admite ponerse otras prendas (ropa de segunda mano) que le ofrecen; entendieron que quizás no quería mudas usadas sino nuevas y pensaron en ir con él de compras, pero J insiste en que no quiere otras prendas, con estas que lleva puestas está a gusto, no explica mucho más, excepto enunciar  que “es importante para su silueta” llevar siempre la misma ropa, una camiseta blanca y unos vaqueros muy rotos (a al altura de las rodillas, sólo unos pocos centímetros de tela impiden que las piernas del pantalón se desprendan y se conviertan en unos pantalones cortos), e incluso se pregunta si no sería posible buscar un sastre para zurzirlos; me invento una interpretación, no dirigida al paciente, sino para los trabajadores del albergue: que alguien no quiera cambiarse de ropa, sin duda resulta sorprendente: considerando las afectaciones corporales que había insinuado, tomo como hipótesis un intento de estabilización en el orden imaginario en cuanto mantenerse literalmente con el mismo aspecto, al recordar aquello que refería hacia la modificación de su rostro (y que ahora ya estaba bien). En el centro toleraron así cierta acogida del discurso, de un posible síntoma y por tanto del sujeto, frente a una insistencia educativa (“enseñarle que se ha de cambiar de ropa”) que podría haber implicado un rechazo al no querer saber de ninguno de los tres (discurso, síntoma, sujeto).  


Teniendo esta hipótesis en cuenta y la prudencia consiguiente, le propongo explorar ir a comprar ropa con algún profesional del albergue pero que si no ve nada que le permita estar a gusto, que no lo compre, no es obligatorio, pero que se permita buscar si hay alguna otra prenda que pueda usar; me dice que lo acompañe yo (lo tomo como algo de la transferencia, lo mismo por lo que acogía bien la posibilidad de hablar cada semana). Será su trabajadora social quien lo acompañe; seguirá utilizando la ropa de siempre, pero ha podido comprar algunas prendas para usar cuando la otra ha de ser lavada.


Compartir con otros profesionales alrededor de un caso que un síntoma tiene un sentido (aunque lo desconozcamos), puede permite soportarlo, frente a invocar una autoridad que lo anule o empeñarse ellos mismos en educarlo.


La vida con la madre


Residen en una localidad de poco más de 5000 habitantes en una pequeña casa con un patio; la situación económica es precaria y cuentan con la intervención de los servicios sociales, que acuden al domicilio varios días a la semana para facilitar la limpieza de la casa y proveer comida; de su madre dicen que padece esquizofrenia, lo mismo que dicen de él, pero cuida de ella y no necesitan de nadie más, concluye.


Sin embargo, un día algo sucedió: algo en la madre le molestó profundamente, es algo de lo que no le resulta fácil decir, no hay palabras sobre eso que le afectó de ella; él le lanzó el agua caliente de una infusión; los vecinos escucharon gritos, se presentó la policía, lo trasladaron a un hospital; posteriormente se decidió tras un juicio que no podía regresar a casa y que había de vivir en un centro residencial; no le gusta la vida allí, está “en el medio de un monte” y “solo había gente anciana”, no es un lugar para él; él quiere vivir en la casa, con su madre; pero si vuelve por el pueblo cree que, tal como sucedió otras veces y de modo arbitrario según él, será conducido de nuevo al hospital y todo volverá a repetirse de nuevo.

 

El retorno


Le proponemos contactar con el centro residencial para verificar cuál es la situación legal en la que se encuentra con respecto a poder vivir en la casa; si bien en un primer momento teme que al decir desde donde llamamos acudan a buscarle, finalmente lo consiente; desde la residencia nos comunican que estaban preocupados porque no sabían de él; nos explican que efectivamente se aloja allí en cumplimiento de una medida judicial a priori indefinida; pero que ellos piensan que no es el lugar más adecuado, y de hecho habían solicitado la celebración de una nueva vista judicial con la expectativa de suspender la medida y que pudiera regresar a casa, donde ya había pasado temporadas (semanas) de permiso sin  dificultades en la convivencia; parece que la huida se produce cuando le llega la carta de citación para la vista judicial donde se iba a revisar dicha sentencia: J no se fiaba de las consecuencias que el nuevo juicio podría tener para él, y actuó una huida que le llevó a Barcelona.


Proponen organizar una nueva vista judicial dado que a la última no pudo presentarse; será en agosto; la jueza que conoce el caso, le ofrece no tener que comparecer si esto le inquieta, y que quizás él pueda hacer llegar por escrito su opinión acerca de cómo se siente y por qué quiere volver al hogar.


Parece que todo son facilidades para que vuelva a casa; sin embargo, continúa sin fiarse de lo que sucederá si regresa, insistiendo en que no lo dejarán en paz: los vecinos, los servicos sociales, …llamarán a una ambulancia para llevarlo a un hospital, o insistirán en que tome fármacos que no quiere…. ¿serán esos otros malos que le persiguen y le fastidian los que a su vez “garantizan” que él no pueda vivir con la madre, justo cuando existe la posibilidad de que la ley que lo impedía, sea anulada?

 

El padre


¿Qué es lo que le resultó insoportable de la madre que concluyó en una hospitalización?


No hay palabras a ello pero en una de las últimas entrevistas, la semana pasada, a pinceladas, surge algo con respecto al padre: lo vestía de una manera diferente a otros niños, los demás se reían de él (no precisa edades); a la edad de 13-14 años, sentía un aislamiento, un "aislamiento interior"; el padre los maltrataba a él y a la madre; fue a esa edad cuando comienzan las hospitalizaciones no voluntarias en unidades de psiquiatría. Tiempo después se irían a otra casa (la actual), ya solos madre e hijo; allí vivían en condiciones económicas adversas, no tenían 

muchos ingresos, su padre no se hacía cargo de un dinero que habría de enviarle.


¿Fin de la huida?


No situarse del lado del que tiene la verdad sobre lo que a él le conviene (más allá de una suposición atribuida sobre lo que uno puede hacer por otro y que quizás ha permitido cierta transferencia), ha permitido que él pueda hablar, e incluso que se preguntara si sería posible continuar hablando en su país del mismo modo que ha podido sostener los encuentros en el albergue (él mismo se respondía y se le ocurría preguntar por un psicólogo o un psicoanalista): frente a la búsqueda de un “médico de verdad” que demuestre su certeza, quizás alguien a quien él pueda contársela.


Pero hay que ser prudente y no dar por hecho que uno entiende lo que escucha, hay que guardarse de comprender demasiado… y es que….


La próxima semana estaba previsto que nos despidamos; él se atrevía a regresar a su domicilio, los servicios sociales le facilitarían un billete de transporte, volvería a casa de la madre hasta la celebración del juicio en agosto con la expectativa de finalizar la medida judicial que le obligaba a residir en un centro.


Pero el pasado lunes me llaman desde las urgencias del hospital: J está allí, acudió él solo, explicaba que no sabía a dónde ir porque lo habían expulsado del albergue; llamo para saber qué ha pasado: durante el fin de semana, algo sucedió en la ducha, empujó a un educador y fue sancionado a pasar 3 horas fuera del albergue; pero no regresó; ¿por qué echarlo todo a perder cuando en pocos días más podría regresar a su casa, como él decía querer, y cuando parecía que todos queríamos facilitar esa propuesta de retorno?


¿Atender esa demanda facilitando la posibilidad de volver a casa, con su madre, será lo insoportable que podría precipitar 

repetir una huida, esta vez de Barcelona o del albergue?


Me viene ahora las palabras que a veces añadía al despedirnos, aquel “¿he de tener miedo?”, pregunta frente a la cual yo mostraba silencio (ingenua y tórpemente sólo la primera vez que la formuló le respondí que “a mi no”…) ; quizás no se refería tan solo al miedo de estar a merced de procedimientos involuntarios que situaba en un primer momento en el orden de la arbitrariedad (de los vecinos, del cura, que llamarían a la ambulancia si lo veían de nuevo por el pueblo) sino tal vez al miedo a que tener que convivir con su madre se tornara como una posibilidad real, al desaparecer la ley judicial que lo regulaba, y quizás sin otra que lo pueda hacer tolerable para él, frente a lo insoportable de lo que no pudo decir.


Veremos si la próxima semana es posible un nuevo encuentro para atender a lo que pueda hablar, aún a través de las palabras de la intérprete, pero no dando por hecho que uno comprende todo lo que escucha.


II. UN HOMBRE DE POCAS PALABRAS


V es un hombre de mediana edad que duerme en un solar abandonado; un educador social acudía a verle desde hacía tiempo, y se interesaba por él ofreciéndole una plaza en un albergue, la cual rechazaba; al ver que incluso no aceptó ese alojamiento en las noches de invierno, comenzó a pensar en demandar una incapacitación, sin saber en el fondo para qué serviría tal medida, quizás acuciado por la incapacidad para que hiciera caso a lo que le ofrecía frente al riesgo que puede suponer dormir en la calle en pleno invierno; también nos propuso que lo conociéramos.

 

Desde hace unos cuatro meses comenzamos a acudir a primera hora de la mañana al lugar donde duerme; frente a no permitirse aceptar nada del otro, al menos sí que se nos ha autorizado a invitarle a café: solemos caminar juntos hasta un  bar cercano, él prefiere quedarse fuera, pedimos los cafés y los tomamos juntos, de pie, delante de la puerta (hay una terraza con mesas y sillas de aluminio, pero no quiere sentarse, están frías, nos dice). Es un hombre callado, habla poco, pero no es seguro que sea un hombre de pocas palabras: a veces nos ha parecido que musita algo; siempre educado, nos recibe de un modo muy correcto.

 

No sabría decir por qué permite que aparezcamos por allí y le invitemos a café; no es algo de la necesidad en cuanto él nos explica que no pasa hambre; cuando terminamos el cortado, nos despedimos; somos prudentes con sus silencios, pero no indiferentes; quizás los clientes del bar se pregunten si nosotros los acompañamos a él, o él nos acompaña a nosotros, pero en cualquier caso la impresión es que permite algo de la presencia del otro, un otro de carne y hueso, frente a lo que nos hizo saber en un primer momento: convivir con otros no le va bien.

 

No pretendiendo interrogar, en cuanto por el momento él no ha permitido dar cuenta de su historia, pero sí interesándonos por aquello que advertimos que quizás necesita (obtener una copia de su DNI., empadronarse para ver si esto le permite acceder a algún tipo de prestación, algo de ropa y calzado nuevo… ) le preguntamos qué le parecería un alojamiento individual, una habitación en un hostal, donde él pudiera descansar en algún momento del día; nos respondió que sí; desde los servicios sociales compartieron nuestra propuesta de ofrecer este hospedaje (frente a la convivencia colectiva, normas, horarios… que implica estar en un albergue) y lo invitaron a hacer uso de un pequeño estudio de cuyo alquiler se hacían cargo; también en relación a una cojera (se había hecho daño en una rodilla hacía meses), acogió la invitación a acompañarle a un servicio de urgencias generales donde pudieran echar un vistazo a la pierna.


Estábamos muy satisfechos porque pensábamos que se había establecido un mínimo lazo social que él toleraba, quizás se  estaban produciendo efectos de cierta confianza en el otro que le permitirían aceptar lo que se le ofrecía… sin embargo: abandonó la vivienda regresando al descampado; con respecto a la atención médica de su rodilla, tras varias horas de espera en las urgencias de traumatología, se fue.

 

Por el momento no ha puesto palabras a estas decisiones, al igual que no ha podido dar cuenta de su historia; lo que sí consiente, es que continuemos acudiendo al encuentro.

 


III. ACOGER EL SÍNTOMA

 

Antes de comenzar con el tercer caso, permítanme recordar una conferencia3 impartida el pasado mes de mayo en Barcelona por Bernard Seynhaeve, psicoanalista miembro de la École de la Cause freudienne y hasta hace poco director durante más de 30 años del Courtil, una institución belga que interviene desde la orientación lacaniana con niños ubicados del lado de la psicosis y el autismo; ojalá el texto de la misma sea publicado, ni tan siquiera pretendo ofrecerles un resumen; pero destacaría algo de lo que allí guiaba la manera de tratar: frente al empuje de las instituciones hacia diferentes ideales, como el educativo (en cuanto pretender enseñar a uno lo que ha de hacer), la posición ética a seguir es respetar el síntoma del sujeto como solución individual, en cuanto es aquello en lo que se sostiene.

 

Así habría un primer momento de acoger el síntoma en la institución, de hospedarlo junto al niño (no pretendiendo poner a uno dentro y al otro dejarlo fuera). Y una vez allí, cómo decir sí



3 Bernard Seynhaeve. “La práctica entre varios o la lógica femenina de la institución”. Conferencia Inaugural III Jornada del Grupo de Investigación para una Práctica entre Varios. 22 de mayo de 2015. Organizada por la ELP y Sección Clínica de Barcelona.





al síntoma pero no al goce, cómo limitarlo, cómo hacer obstáculo a lo que desencadena un exceso de goce.

 

Para ello, proponían una práctica entre varios: consistiría en tener en cuenta la invención de los que intervienen alrededor del caso y también la del sujeto apoyándose en la transferencia, para poder hacer freno a su sufrimiento.


Ahora bien, Courtil es una institución particular, en palabras de Alexandre Stevens (fundador) una institución esquizofrénica en lugar de una institución paranoica4 (que serían las instituciones digamos clásicas); cito textualmente:

 

“Creo que las instituciones se presentan clásicamente como instituciones paranoicas. La institución paranoica, en el campo clínico, es la que sabe lo que le conviene al niño, al niño que está allí, es la que sabe lo que es bueno para el sujeto, hacia dónde hay que orientarlo. Es la que conoce las normas que son buenas para él, porque son buenas para todos. Es la que impone sus ideales al niño. Una institución esquizofrénica, es una institución que hace objeción al fundamento mismo de las institución. Es una institución suficientemente desorganizada, que no sabe; es una institución que acepta dejarse dividir por los sujetos que se dirigen a ella.”

 

Todas estas referencias, recientes para mi, me hicieron pensar en el caso que les contaré a continuación, en cuanto lo insoportable que puede resultar el síntoma no ya para el sujeto sino para otros y cómo esto puede suponer una gran dificultad para sostener un alojamiento.





4 Mariana OTERO, Marie Brémond. “A Cielo Abierto, Entrevistas. Courtil, La Invención En Lo Cotidiano”. Buddy Movies, 2014. Páginas 29-30.





IV. “TENGO MUCHO QUE CONTAR

 

M es una mujer de mediana edad; cuando Josep Mª la conoció, se encontraba acampada en un parque público. Habia elegido el lugar porque “antes era un cementerio, tenía que purificarlo”. Tras ese primer encuentro, no volveremos a saber de ella hasta un mes después: ya no dormía en su tienda de campaña confeccionada a modo de bricolaje sino en la azotea de un edificio donde había residido en el pasado; los vecinos se quejaban por los restos de heces y orina que advertían en el lugar, dando aviso a los servicios sociales de la situación; éstos le ofrecieron alojamiento en un hostal, el cual aceptó inmediatamente; es entonces cuando Josep Mª me la presenta.


En los primeros encuentros (solíamos quedar con ella en el hostal, avisábamos de nuestra llegada, y le proponíamos poder hablar un rato) era notable una fuga de ideas en su discurso que lo hacía difícilmente comprensible; la interrumpía para preguntarle si estaba bien en la pensión, si tenía sus necesidades básicas cubiertas (alimentación, ropa), siendo capaz de responder de modo preciso y coherente, pero rápidamente una fuga metonímica se presentaba pasando de una palabra a otra, incapaz de detenerla. Nada le resultaba casual y se sentía concernida ante diversos hallazgos que para los demás resultaban inadvertidos.


En las semanas siguientes, cuando acudíamos aplazaba los encuentros: nos explicaba que había dormido poco durante la noche: estaba trabajando mucho dentro de la habitación, si bien le parecía que ya casi había terminado lo que tenía que arreglar; tenía ganas de descansar, tras su trabajo incesante se encontraba fatigada.


Semana tras semana, la fuga metonímica del discurso era notablemente menor, y resultaba más fácil entender lo que hablaba. Recuerdo que un día le pregunté cuál era su oficio bajo la ingenuidad de intentar situar cierta narrativa biográfica;  me responde, aunque sin comprender yo gran cosa: ella está trabajando ahora mismo, y tiene ganas de terminarlo porque es agotador, me habla de una saga de vampiros y zombis.


En los siguientes encuentros, expone molestias de lo que denomina “fiebre y mocos,” precisando que "el hilo de moco comenzó hace 3 años, desde entonces no terminó de salir completamente, va saliendo poco a poco"; más adelante concluirá que los mocos que ella expulsa, en realidad no son suyos, alguien los ha intoducido en su cuerpo; es a partir de entonces cuando comenzamos a advertir con más evidencia algo en relación a los fenómenos del cuerpo y a un intento de deshacerse de aquello que no le pertenece mediante su expulsión: los trabajadores del hostal comienzar a quejarse de la suciedad que encuentran en la habitación, refieren vómitos en las paredes; los servicios sociales han de buscar otra pensión, allí no permiten que continúe más tiempo.


Han pasado ya tres meses desde que nos presentamos: tolera bien los encuentros con nosotros, se permite que la acompañemos a un centro de atención primaria y realizar una analítica general tras la visita con la dra. de cabecera, incluso le proponemos el que acuda al despacho de la consulta (en lugar de pasar nosotros por el hostal), y el discurso es mucho más organizado en cuanto al curso del pensamiento. Se siente mejor a medida que lo que tomamos por interferencias/ informaciones que recibe de modo xenopático se han apaciguado y que ha dejado de advertir la presencia de los “vampiros” a su alrededor: una compleja trama de persecución que podría implicar el fin del mundo, que se dirigía en particular hacia ella porque es “fuente de vida” (quizás el Otro perseguidor quiere algo de lo que ella no se ha desprendido?). Es capaz de dormir durante más horas por la noche y puede atender a otras cosas como ver una película; desearía intentar fijar por escrito lo que le sucede; tiene un pequeño cuaderno que lleva con ella.


Deja de acudir a las citas en el despacho, volvemos a acercarnos por el hostal para saber cómo está; en uno de los encuentros, caminamos por los alrededores mientras hablamos: hacía tiempo que sentía una molesta en la garganta, concluye que es una garra metálica que ha sido de algún modo situada allí; ha podido deshacerse de ella a través de fragmentarla poco a poco, eliminándola mediante el escupir. Es capaz de situar dos ámbitos de su experiencia; en uno que denomina “el plano astral” que sería del orden del pensamiento, es donde sitúa explicaciones delirantes acerca del riesgo que corre el planeta y es en dicho plano donde ella es la persona que ha de hacer un trabajo “para evitar que todo se vaya a tomar por saco”, de hecho ha ajustado los ejes de la Tierra y nos ha salvado a todos, aunque no nos enteremos de nada; es esta actividad la que la agota, advirtiendo por otro lado que quizás actualmente tiene menor necesidad de trabajar para ésto, lo que le supone cierto alivio… de todos modos por el momento no ha sido posible separar dicha experiencia de la realidad cotidiana, y la primera interfiere sobre la segunda y en particular sobre el cuerpo (del cual trata de expulsar aquello que le ha sido impuesto desde el exterior).


Acumula lo que expulsa a través de los orificios corporales; esta información nos es referida a través de las quejas que los encargados del nuevo hostal hacen llegar; allí, una vez más, no permiten que continúe.


Hace unos días acudimos al último hostal donde ha vuelto a ser re-alojada (el cuarto); rápidamente está lista para bajar a la calle, es amable hacia nosotros. Comparte la necesidad de un lugar donde vivir, también de algún ingreso económico para disponer de cierta autonomía; nuevamente advierte creer que su trabajo está finalizando, que esto le permitirá descansar aún mejor por la noche, aunque ya duerme muchas más horas que hace meses; en la pensión no advierte grandes dificultades; invitamos de nuevo a tratar de retomar la escritura, lleva encima su pequeño bloc: lo intentará, aunque desde que en  enero se hizo con el cuaderno, no ha podido escribir; "tengo mucho que contar”.


Me pregunto si se podría pensar que algo de lo que desorganizaba el discurso se hubiera fijado sobre objetos del cuerpo de los que trata de desprenderse, síntoma difícil de acoger en un hostal, aunque parece que desde que se presentó, permitió cierto alivio y sostén frente a la deriva desorganizada en el modo de vivir y en el hablar de los meses anteriores; alojar el discurso, atender a lo que tiene que decir, ha permitido introducir cierta calma, su habla ahora es comprensible frente a cuando la conocimos, pero los síntomas sobre el cuerpo continúan siendo difícilmente hospedados por ella y por los hostales donde es cobijada.