El poder de renunciar al poder


Fernando Martín Aduriz. Psicoanalista ELP-AMP

Palencia

Coordinador SCFCYL

Correspondencia: adurizconsulta@gmail.com


El psicoanalista, que cura menos por lo que dice o hace que por lo que es, dirige la cura, pero no debe dirigir al paciente, sino que tiene libertad para elegir el momento y el número de sus intervenciones, siendo menos libre tanto en su política como en su estrategia, manteniendo más margen en su táctica. Freud renuncia al poder, es decir a la sugestión, cuando percibe que el no uso de ese poder le permite mediante el artificio de la transferencia dirigir la cura sin responder a las demandas que el paciente formula, leyendo los silencios, leyendo entre líneas. Freud confía en una política del síntoma basada en su no supresión sin antes hacer hablar a ese síntoma para saber qué función ha venido a cumplir, reclamando a los psicoanalistas que se curen de su furor sanandi.


La dirección de la cura tiene un orden que va desde la rectificación de las relaciones del sujeto con lo real, hasta el despliegue de la transferencia que permite instaurar el poder de la interpretación. A su vez el sujeto también puede confiarnos sus cuitas si desde el primer momento de nuestros encuentros con él algo de nuestro decir (sea con palabras o gestos o silencios o artificios cualquiera) tiene la consistencia de una interpretación que abre la posibilidad de la transferencia y no que clausura. Un sujeto anoréxico me confió que fue la distancia física con su interlocutor lo que impidió que se instalara la transferencia, luego, ese modo de sentarse había funcionado como una interpretación previa. Por otro lado hay que recordar que en el comienzo existe la transferencia negativa, nombrado por Lacan como “acto inaugural de drama analítico”.


Nuestro poder de elección radica pues en escoger nuestras intervenciones. Recordemos que la no intervención es una forma de intervenir y que el simple acompañamiento o el mínimo acogimiento pueden tener esos mismos efectos de apertura del inconsciente, del inconsciente intérprete.


Lacan define como osada la interpretación en Freud. Creo que es buen término el de osadía, hoy que la clínica palidece bajo el peso del protocolo, esto es del muermo, del aburrimiento más absoluto, de lo previsible, frente a lo que podríamos denominar la prudente osadía del clínico que utilizaría el poder sólo a condición de renunciar al poder que vehicula la grosería del consejo moralizante, el insulto a la inteligencia que es la pauta, (ante la proliferación del pedido de pautas concretas creo que debemos ceder y dar una única pauta al comienzo de cada tratamiento: “Vd. nunca pida pautas”). No me olvido del ejercicio autoritario de por ejemplo los programas de eliminación de pensamientos, y por supuesto de la soberbia implícita del tómese la píldora y calle. Dejaré para otro momento el estudio de los entrenadores-psicólogos, forofos del culto a la personalidad.


Esa acción de someter la práctica clínica al dominio de uno sobre otro, por el mero hecho de que uno de los dos está enfermo, angustiado, sufre, o simplemente presenta un malestar difuso, (o está desbordado por una locura que no razona), muestra la agresividad del clínico no advertido de que la constitución del sujeto que habla conduce a la especularidad, a la rivalidad imaginaria, al enfrentamiento. A la lucha por el poder. Es por eso que renunciar al poder, no entrar a la seducción de esa lucha por puro prestigio, tan cara al obsesivo como a la histérica, tan buscada por el enfermo de amor propio, como constituyendo parte del ingrediente de los juegos de ocultamiento y prestancia del psicótico, especialmente del paranoico, renunciar al poder nos lleva precisamente a utilizar los resortes del poder de la cura, sin otro fin que obtener la diferencia absoluta, la máxima singularidad, el núcleo  inimitable de cada uno. Renunciando al poder podemos, curiosamente, mostrar que hay lo incurable en cada uno de nosotros, y que si cada uno puede inventar algo a hacer con eso que es incurable, paradójicamente eso es lo que va a permitirnos una salida a los impasses.


Nuestra abstención en la vida del sujeto, en su realidad, cuando constantemente se nos invita a decidir, declinando esa invitación cortésmente no sin solicitar el concurso inventivo del propio sujeto, renunciamos al creciente poder habitual que usan el psiquiatra y el psicólogo desorientado de nuestro tiempo, empeñados en insuflar su pequeña idea de lo que hay que hacer en el mundo para ser feliz. Olvidan así ese aserto de Michel Foucault cuando advierte en su Curso sobre el Poder Psiquiátrico1, «el poder no es nunca lo que alguien tiene, y tampoco lo que emana de alguien. El poder no pertenece ni a una persona ni, por lo demás, a un grupo; sólo hay poder porque hay dispersión, relevos, redes, apoyos recíprocos, diferencias de potencial, desfases, etc. El poder puede empezar a funcionar en ese sistema de diferencias, que será preciso analizar».


Ese poder apoyado unas veces en el common sense, es decir en su sentido común, consiguiendo hacer enfermar de sentido, pero también en los supuestos consensos culturales o en los relatos imperantes en cada momento, abarcando las múltiples facetas del vivir y del malestar en la cultura. Ora señalando lo desaconsejado de una relación amorosa, (cuando no pasándose abiertamente al mundo de la casamentería, argumentando quién es el partenaire adecuado para el sujeto que le consulta); ora efectuando consejos financieros; ora aconsejando acerca de la estética corporal diciendo a sus pacientes si son o no feos, si son o no obesos, si deben de 

  


1 FOUCAULT, M. El poder psiquiátrico. Madrid: Akal. 2005; p. 17.





comer o beber y otros placeres y cuánto; ora opinando si han elegido correctamente o no su orientación sexual, religiosa, incluso su opción política; ora opinando alegremente acerca de su elección de terapia, complementaria a la medicación generalizada del momento, en función de si esa terapia es cara o barata, larga o corta; y por último, pocos se sustraen a la tentación de usar su poder acerca de lo que sus enfermos deben hacer para educar bien a sus hijos, sacando adelante el pedagogo que todo psiquiatra desorientado lleva dentro. Se constituyen así, día tras día, en los nuevos propagandistas del ideal correcto: el suyo. Usar así el poder puede ser muy gratificante para el psiquiatra o psicólogo, igualando sus interpretaciones con sus actingout, pero de lo que es seguro es de que no nos aporta nada en materia de la cura del sujeto.


Conocemos todos esos ejercicios del poder porque nos los cuentan a diario los sujetos que padecen esos modos, más o menos sutiles, pero modos torpes de reducir una relación terapéutica en el mero ejercicio de un poder, en la antigua dirección espiritual, en el paternalismo de ayer. «Henos aquí pues en el principio maligno de ese poder siempre abierto a una dirección ciega. Es el poder de hacer el bien, ningún poder tiene otro fin, y por eso el poder no tiene fin», advierte Lacan ante esa dirección de una cura. Es más bien «la ardiente tentación de responder a la demanda2» obviando que nuestra tarea es hacer ver qué esconde cada demanda que se nos formula, qué muestra cada elección subjetiva, mostrar que de esas nuestras elecciones como sujetos siempre somos responsables, de modo que lo suyo es avanzar en otra dirección. Por eso señala Lacan que «se trata de otra cosa, se trata de la verdad, de la única, de la verdad sobre los efectos de la verdad». Y añade, «desde el momento en que Edipo 

  


2 LACAN, J., “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en Escritos 2, pág, 620. Madrid: Siglo XXI, 16ª ed., 1985.





emprende ese camino,  ha renunciado ya al poder». Nuestro poder, entonces, renunciando al poder, apunta a obtener del sujeto que pone en nuestras manos su salud, y su ser, una rectificación subjetiva para lo que acepta tanto como teme, que por fin alguien se atreva a decirle la verdad y a viajar con él a su encuentro por muy dolorosa, sorprendente e intrincada que se encuentre. Es lo que decía Françoise Dolto a los jóvenes practicantes, respecto a que comprobaran el deseo de tanta gente en encontrarse con alguien que por fin no temiera ni decirles la verdad como consecuencia de no asustarse por escucharla de los propios labios del sujeto.


Jacques Lacan escribe un texto en 1958 que titula “La dirección de la cura y los principios de su poder”, con pretensiones como las de «mostrar en qué la impotencia para sostener auténticamente una praxis, se reduce, como es corriente en la historia de los hombres, al ejercicio de un poder». Reconozco un punto de ese texto que he estudiado especialmente. Es cuando Lacan hace referencia a la bondad: «La bondad es sin duda más necesaria aquí que en cualquier otro sitio, pero no podría curar el mal que ella misma engendra. El analista que quiere el bien del sujeto repite aquello en lo que ha sido formado, e incluso ocasionalmente torcido. La más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto». Lacan nos abre los ojos sobre esos efectos de odio que son el retorno de la caridad, tantas veces escuchados en nuestra consulta en forma de dolor, de abatimiento, de pesadumbre porque justo quien más ha recibido ayuda de nuestro interlocutor más ha recibido ingratitud, desprecio y hostilidad, generalmente de miembros de su misma familia. Sin embargo, la buena posición del analista la encuentro tanto en el desapego respecto a su paciente, cuanto como en una práctica bondadosa, en una neutralidad benevolente, en el poder del ejercicio bondadoso, asignatura que se aprueba sólo avanzando en la lógica del ser que en la lógica del tener, avanzando en el buen lazo social y repudiando el aislamiento. Digo esto por referencia a la idea de que curamos más por lo  que somos que por lo que decimos o hacemos. Y Freud nos ilustró precisamente con una idea, hoy célebre: no hay fármaco más tranquilizador que un puñado de palabras bondadosas. En la jerga juvenil, el buen rollo. Añadiría, avergonzar con prudencia exquisita, usar del afecto civilizador de la vergüenza pero para perturbar la defensa del sujeto, para sacarle de su trinchera, para penetrar en el diccionario particular de la lengua de cada sujeto. Desapego, buen rollo y avergonzar, tales son las armas que propongo usar.


Si nuestro poder es renunciar al poder es porque sabemos de los poderes de la palabra. Los poderes del lenguaje comienzan con la oposición fundamental entre significante y significado. Es aquí donde puedo hablarles de un sujeto al que atendí recientemente y que me manifestó un “estoy curado” tras cinco meses de tratamiento, y con la sesión más difícil que viví nunca como analista.


En esa sesión, acaecida tras tres meses de entrevistas, un sujeto recién estrenada la cuarentena, con el rostro desencajado, los ojos fijos, con aspecto de no haber dormido en tres días, sentándose muy cerca cara a cara y mirándome intensamente a los ojos me confesaba estar viviendo una experiencia terrible, inefable, que le significaba su muerte simbólica e incluso la cercanía de la muerte real en un accidente de coche que había evitado la pericia del otro conductor con el que se había cruzado. Esa experiencia comportaba las certidumbres habituales de la cohorte paranoica, lo seguro del espionaje a que ambos estábamos siendo sometidos merced al teléfono móvil, las pistas que en formas de titulares de revistas de mi sala de espera le iba transmitiendo.


El claro fracaso del sujeto psicótico en las relaciones de poder se había evidenciado cuando todo su frágil mundo se desmoronaba a raíz de un ascenso laboral, cambio que, al modo schreberiano, le había perturbado justo cuando la cura le había ido alejando suavemente de sus certezas a las  habladurías de otros respecto a sus infidelidades, a la conexión fatal de los indicios, de las pistas, a su lectura de las miradas y a su interpretación de los silencios. La escucha tranquila de ese despliegue, y sobre todo de su historia subjetiva le habían permitido una rectificación y un lazo transferencial sólido. Hasta su mujer en la única ocasión en que acudió transmitió la solidez de ese lazo, y así no empezar a tomar medicación hasta obtener mi propio plácet. Tras esta tormentosa sesión el saldo que obtuve fue un sujeto más tranquilo y decidido a cuidarse más, y a solicitar la baja laboral.


La imposibilidad del sujeto psicótico de echar mano de un significante muy especial, el Nombre-del-Padre, que le sitúa en un linaje y ante el límite para saber hacer con el agujero, puede ser suplido con los elementos más insospechados. En este caso había recurrido a un anillo/sello. El sello con el escudo del linaje paterno había sido colocado en su mano tras esa sesión. No lo hacía desde que al heredar ese anillo tras la muerte en accidente del padre (similar como dos gotas de agua al que casi acababa de sucederle a él mismo) había pedido que le grabaran tal escudo familiar que lleva el nombre de esa familia/linaje paterno. Ahora volvía a situarse en su dedo. Tras un mes de convalecencia y de conversaciones suaves y silenciosas, un buen día suelta ese su “estoy curado”, lo que apruebo, aunque pide volver alguna vez.


El sujeto psicótico, “fino detector del deseo de poder de los demás” dejó escrito en 1999 Fernando Colina3 , había testado la naturaleza de mi deseo respecto a él en varias ocasiones. Por eso tras la sesión difícil hubo aún una sesión más importante. Una medicación, Risperdal, le había producido un efecto secundario, priapismo, del que estaba advertido pues lo había 

  


3 COLINA, F., “El poder y las psicosis”, en Rev. de la AEN, núm. 69, 1991, pp. 41-61, p. 55.





leído como buen decodificador de todos los textos anteriormente en el prospecto farmacológico, aunque sin saber qué quería decir priapismo. Y eso mismo iba a sucederle.


Cuando narra en sesión la aventura lo hace con sorna, con burla, con buen humor, con risa, relatando el episodio a la espera de que me una al coro de los que a su alrededor se lo habían pasado en grande, mujer, enfermeras, médicos, cuñados. Pero mi constante pregunta acerca del dolor que debió sentir, una y otra vez, desde el comienzo de la sesión hasta la despedida, habría producido en él un sentimiento de que en realidad, mi deseo era su cura, y su cura para él consistía en ocuparse más de él y no importarle demasiado lo de los otros, no tanto las reacciones de los demás a sus cosas, al priapismo por ejemplo, (a esa muestra de poder fálico, efecto secundario que él había leído pero que no sabía lo que quería decir), sino procurar el cuidado de sí. Su posterior “estoy curado”, el giro de la conversación, y su vuelta al trabajo, ahora con otra disposición, indica una cierta estabilización, al menos provisional. Con este episodio en un sujeto ‘fino detector del poder de los demás’ he tratado de mostrar un breve efecto de la renuncia al poder, en una posición de desapego frente al sujeto psicótico, de prestarnos a ser usados a conveniencia en los tramos de la vida en que aparecen coyunturas difíciles. Momentos que nos recuerdan que existe lo curable y también lo incurable. Momentos en que siempre evoco la aseveración de Jacques-Alain Miller: “todos locos, pero de lo que hay que asegurarse es de que nadie quiera imitar la locura del de al lado”.


Conservo de mi paciente psicótico sus escritos, en los que relata sus impresiones durante los meses previos a contarme su secreto. Al entregármelos, observé la experiencia interior que los había engendrado. Tomo esta expresión de un libro excelente, publicado en castellano el mes pasado, Carta sobre el poder de la escritura4. Su autora Claude Magny (pseudónimo de Edmonde Vinel) escribe una carta a Jorge Semprún, fechada  fechada en 1943, y que le lee en 1945, tres meses después de ser liberado del campo de concentración de Buchenwald. Recordemos que Semprún no había podido escribir en su momento acerca de esa experiencia, optando entre la escritura o la vida, por esta última, y quizá sí pudo hacerlo, ahora lo sabemos, y pudo ya un día escribir La escritura o la vida porque esta Carta la llevaba siempre encima. La autora refiere que «Nadie puede escribir si no tiene el corazón puro, es decir, si no se ha desprendido lo suficiente de sí mismo», y también que «En los escritores que no lograron elevarse hasta el grado de la vida interior a partir del cual la creación se hace posible, nunca hay ‘dibujo en la tapicería’, nunca hay mensaje que comunicar al público, ni siquiera un secreto personal del autor». Creo que a nuestro sujeto psicótico, como a tantos y a tantos que se topan con el poder de la escritura, la pacificación le vino mediante ese artificio de desprenderse del secreto, la síntesis de sus pensamientos paranoicos, desprendiéndose de ellos como la representación de algo no innoble de sí, a la par que era conminado a no hacer nada que no fuera el cuidado de sí.














  


4 MAGNY, CLAUDE-EDMONDE, Carta sobre el poder de la escritura. Cáceres: Periférica, 2016.