Espacios para la reclusión


Luís Rodríguez Carmona. Trabajador Social

Unidades Hospitalarias de Rehabilitación Psiquiátrica

Hospital Piñor. Complexo Hospitalario Universitario de Ourens

Correspondencia: luis.rodriguez.carmona@sergas.es


Hoy es un día especialmente caluroso, un sedoso silencio envuelve el lugar donde me encuentro, sólo resquebrajado por las cantinelas de las pequeñas aves que muestran todo su albedrío. Me encuentro muy cerca de un espacio diseñado para la reclusión de aquellos que son situados dentro del perímetro de lo indomable, de lo diferente, del apestado, del olvidado, en definitiva el lugar donde poder aislar socialmente al molesto.


Los encargados de su apartheid particular son un sanedrín conformado por familiares, psiquiatras, forenses, fiscales, jueces o el Servicio de Discapacidad de la Xunta de Galicia. Es para inquietarse de verdad, con tanto poder omnipresente juzgando y decidiendo la vida de las personas. Esta residencia para ciudadanos menores de sesenta años, se encuentra separada por una verja de poco más de un metro, del acceso a magníficas instalaciones públicas, para que el ocio y el deporte de los ciudadanos de primera, esté asegurado.


El ataúd mide diez metros por sesenta aproximadamente. El espacio está flanqueado por estupendos pinares y robledales. En dicho recinto hay cabida para cincuenta ciudadanos. En unos pocos metros, todo un encierro que condena la libertad del sujeto a la perpetuidad, durante un tiempo indefinido, en un lugar anacrónico. ¿qué se modifica en los cimientos internos de quien descubre un día que ha sido sepultado vivo?


Hoy se pueden contemplar en el diminuto jardín, cuerpos estéticamente deformados, algunos con movimientos arriesgados, más propios de un contorsionista que desafía la propia ley de la gravedad. Espaldas encorvadas con  manos en  los bolsillos repletos de nada, brazos entrecruzados en situación de eterna espera, cabezas inclinadas por el peso del fármaco, sialorreas que se mecen y viajan con la brisa del día.


Todo contrasta salvajemente con lo que ocurre a escasos metros de la verja, cuerpos atléticos y libres en las instalaciones deportivas. Una alambrada separa el espacio libre del de reclusión. No deja de ser el contacto entre la naturaleza muerta y la naturaleza viva.


LA RECLUSIÓN ACABA NORMALIZÁNDOLO TODO


Quiero pensar que hoy, los que allí viven, se pueden sentir un poco más aliviados. Tienen motivos para ser un poco menos desafortunados. El sol se muestra esplendoroso, pleno y dichoso, aves e insectos campan entre ambas naturalezas. El largo y frío invierno entristece más severamente el lugar, por fin la primavera deja paso a días más luminosos y apacibles. Estos deshechos humanos son juzgados por el saber diverso, y alejados de cualquier mejora posible.


La reclusión deriva en eso, en la guardia, en la custodia, en el control, en la vigilancia y sobre todo en la nula posibilidad de que quien denuncia, juzga y ordena, garantice que se revisará la condena. Un ciudadano de este lugar me cuenta con toda sabiduría, que de un penal se sale, de aquí no. El peor preso recupera su libertad, el que está recluido tiene mutilada su autonomía.


En una entrevista, otro ciudadano me cuenta su experiencia, ingresó engañado, pensando que su familia lo llevaba al juzgado para evitar que le, retirasen su pensión. Al llegar lo esperaba una ambulancia, el forense, el fiscal y el juez, ya tenían predeterminado su futuro. Fue trasladado a una unidad de agudos, el psiquiatra colaborara en su traslado al centro residencial. Su delito: acumular basura. Me comenta que las cosas se pudieron hacer de otra manera, sin engaños, que no  era necesario privarle de su libertad, que él podría haber aceptado perfectamente que le viese un psiquiatra, o que le podían haber propuesto acudir a un centro ocupacional. Demasiado castigo por acumular objetos.


La gran mayoría de estos sujetos acaban subyugados ante el poder del carcelero. Insubordinarse solo vale para fustigarse, cuando una y otra vez, se es incapaz de aceptar la aniquilación de su libertad.


Este ciudadano me comenta que la represión instaurada en el centro sólo pretendía “que dejaras de ser tú mismo”. En una ocasión por guardarse una colilla, fue castigado con una medida de sujeción mecánica durante un día entero.


Cada vez que vengo y observo este lugar desde el otro lado de la verja, mis sentimientos se resquebrajan nuevamente, aún si haber cicatrizado las heridas de mis anteriores visitas. El alma se agazapa ahora queriendo no ser descubierta. Infinitas son las veces que estos deportados de la sociedad recorren los mismos espacios, que acatan las mismas normas, y que repiten los mismos tiempos vitales impuestos. Una y otra vez especulo con la situación personal de estos deportados de la palabra, de cómo se de-construyen sus caminos, que finalizan ahora, de ese lado de la verja. Al final, todo se reduce al espacio personal y al cercado que rodea la vida de cada uno.


Un joven inhala con la fortaleza propia de un vendaval, el humo de un cigarrillo, como si la velocidad del tóxico pudiese purgar las cicatrices de su alma. Pienso que la suave brisa, hoy hace más amable la tortura, son días regalados. Cuando acudo en el inhóspito invierno, la reclusión condensa toda la extensión de la palabra. El azar teje dispares caminos, algunos de ellos están abonados para el abuso. Con demasiada facilidad se modifica la vida de un sujeto, sin garantizar que dicha modificación mejore su situación vital. La palabra del sujeto es silenciada, no tenida en cuenta. En lugares como este, cualquier mínimo deseo es  aplastado por la espesa melancolía.


Este lugar propicia distintas respuestas emocionales ante el control y la vigilancia. Situaciones propias de las instituciones manicomiales tardo-franquistas. ¿Qué no ha cambiado entonces? ¿Hay más lugares así? ¿Existe algún Comité Ético que garantice los derechos de estas personas? Se sabe qué profesionales de la salud mental, de la justicia, la inspección de la Xunta de Galicia y las asociaciones de familiares de pacientes son conocedores de estas situaciones, pero nadie se pregunta y denuncia el por qué se obliga a estos ciudadanos a permanecer décadas o incluso hasta el final de sus días en estas condiciones.


El Servicio de Discapacidad es un sumidero social, dónde los desechos humanos llegan arrojados por familiares, profesionales de salud, servicios sociales o desde del ámbito judicial. La propia administración permite lugares de guardia, de custodia y de reclusión social. No hay programas de seguimiento público donde se garantice que los ciudadanos estarán atendidos en las mejores condiciones y que dispondrán de posibilidades para revertir su situación social.


Este estricto control social permite a una parte de la sociedad mantenerse alejada del desviado de la norma. Parece que a todos les vale, a todos menos al recluido.


Un recluido aparece en compañía de un transistor, su día a día está diseñado en un mismo espacio para todo. He encontrado en este lugar muchas similitudes con los antiguos sanatorios o manicomios, los cuales se cerraron y dieron salida a gran parte de los inquilinos aquí encontrados (transinstitucionalización). Me cuenta cómo durante un periodo de doce horas cada día, todas sus actividades, ya sean manualidades, de ocio, comidas, clases, o incluso la siesta, se hacen en el mismo espacio personalizado para cada uno. Sólo lo abandona durante la noche para irse a dormir. Encuentro también similitudes en el  trato a las mujeres, como en los antiguos manicomios: separadas de los hombres, con pocas salidas y sin contacto con

cualquier compañero varón.


El sol justiciero del mediodía aletarga ahora todo movimiento. Observo como en ese espacio descrito, todo ocurre con cadenciosos movimientos corporales; donde uno se alimenta, se distrae; donde transcurre el día, lo hace también su desidia; donde se conversa, en ocasiones también se rebela; donde se adormece, se mimetiza el cuerpo con el lugar.


Cuando un extraño irrumpe en sus espacios estabulados, entonces se desorganiza “la manada”. Aparece la espontaneidad, el deseo de hablar, tocar o incluso abrazar. La anulación del individuo y su cosificación desencadenará su rebelión o su mansedumbre, el que se aferra a lo primero, se vuelve un inadaptado y de ahí vendrán los castigos. Algunos castigos son de trato pueril, oscilan entre quedarse sin fumar, sin postre, o sin pan; otros son crueles, como el uso durante horas o días de la contención mecánica. Se escuchan voces que desatan la curiosidad. Llega la hora del relevo, del descanso para unos y del cumplimiento del orden establecido para otros.


En el ínfimo jardín revolotean felizmente mágicas y bellas mariposas en completa armonía con los cánticos de pequeñas aves. Los recluidos inclinan ahora sus cabezas con la llegada del adormecedor sueño, es como si esperasen a que un justiciero decidiese poner fin a su olvido. Observo como sus cuerpos ahora adormecidos permiten que sus deseos se escapen desde los límites de lo molesto hacia ninguna parte, sin duda mejor.


Algunos guardianes del amo son sometidos, la precariedad laboral acaba subyugando. Otros sin embargo disfrutan del orden establecido, los hay que mirarán para otro lado y los que actuarán como auténticos necios y mercenarios.


Una alocada ardilla hace su presencia en las proximidades del espacio recluido, tras su fugaz bajada de pino, frena ante la valla que lo delimita todo. Inmóvil observa. El reflejo de sus pequeños ojos actúa como una ventana que recoge el testimonio de lo que separa la naturaleza viva de la que no lo es.


La dignidad precisa de mínimos que no pasan por reducir espacios, movimientos o necesidades.


Hoy la brisa y el calor reinante son, sin duda, lo mejor del lugar.