Pragmática dedicada a los jóvenes que ya no pueden ser “carne de manicomio”


Roberto Martínez de Benito.

Psiquiatra. Hospital Psiquiátrico Santa Isabel. León. Correspondencia: romarben@gmail.com



Cuando hace meses Adolfo Santamaría me propuso participar en esta jornada, nos encontrábamos asistiendo a las últimas jornadas de la ElP; acepté, un poco prisionero de mi narcisismo, pero dudoso de poder decir algo al respecto del tema: qué y cómo hablamos con los locos. Así que voy a hablar de mi experiencia que no constituye un saber, sino una interroga- ción personal.


Y por ello voy a hablar en primera persona.


Con los años me he ido dando cuenta que la visión sobre la locura, en mi caso, es la misma independientemente de dónde coincida con el psicótico: en la unidad de rehabilitación de larga estancia o en las guardias –bien sea en la consulta, bien en la unidad de agudos, que son los ámbitos en los que desarrollo mi trabajo.


Pero es verdad, como dice José María en su tesis doctoral, que la manera de entender la psicosis depende del dispositivo en el que uno se encuadre.


Desde mi experiencia en la unidad de rehabilitación psiquiátrica de larga estancia, espacio fundamental de mi quehacer, lo fundamental es distinguir la psicosis de cada psicótico, tomado uno a uno. El diagnóstico, salvo excepciones, tiene poco interés pues ya nos viene dado tras largos años de errancia del paciente por todos los dispositivos de salud mental, indepen- dientemente de su edad, pues no por ser más viejo, se ha rodado más.

Nuestra unidad no deja de ser de “fracaso terapéutico” en la mayor parte de las ocasiones del propio sistema, que al trabajar sobre el diagnóstico del, por ejemplo, “esquizofrénico”, atiende poco al sujeto psicótico específico y se vuelca en el cambio o supresión de síntomas y en la educación revestida de oropeles psicoterapéuticos, que pretende atender a una “normali- zación” social y la atemperación de los presuntos déficits. Es cierto que para muchos de los pacientes –nunca mejor dicho– este tipo de atención basta para el modelo de transinstitucionalización hacia dispositivos sociales que contempla nuestra administración, pues consigue un comportamiento suficientemente “adecuado” que no requiera contención permanente en el dispositivo (mini residencias, pisos supervisados). Pero a costa de una permanente infantilización del sujeto psicótico, que domeñado acepta pro- puestas e intromisiones en su vida.


El imposible a conseguir es acotar y limitar el goce psicótico, sin aplastar al sujeto. Poner límites a ese goce, permitiendo que aflore lo razonable –aún loco– de quien tratamos. Loco, al menos, para los ideales morales y de salud de la época que nos ha tocado vivir, cuando alguien ha sido etiquetado e in- troducido en el sistema de salud mental como alguien a tratar, casi siempre con las mejores intenciones, cuando en principio se trataría más bien de acoger, proteger en muchos casos de sí mismos, instaurar un clima de confianza –esto ya es en sí mismo un tratamiento– y solo después promover los proce- sos de rehabilitación.


Esta es la peculiaridad del dispositivo en el que trabajo: disponemos de tiempo para hacer eso y tenemos que emplearlo como recurso, pues casi todos están ingresados de manera involuntaria, lo que nos obliga a dos tiempos lógicos de actuación: primero, que se adapten a la institucionalización y, segundo, cuando ya están cómodos y asentados, prepararles –les digo– para “darles la patada y que salgan del hospital” (esto solo y siempre que haya conseguido alcanzar un punto de 

ironía y humor, que intento cultivar con ellos). Los tiempos los marcan ellos, a tenor de sus intereses, circunstancias personales, económicas, etc.


Por supuesto, hay algunos que no pueden acceder a esto restándonos únicamente ofrecerles acogimiento sin límites temporales, cuidados dignos y eso que se da en llamar calidad de vida.


Pero basten estas pinceladas para dar cuenta del entorno.


¿qué hablo con los locos a mi cargo?

Pues de cualquier cosa.


Desde su situación clínica, los cambios de medicación que en lo posible pacto con ellos, hasta de su higiene, de dónde comprar la ropa interior, o el tabaco más barato, de la organización del traslado para el próximo permiso (horarios, billetes, etc.), enseñarles a usar el Smartphone. De las expectativas que tienen para su estancia en el hospital y de sus proyectos al salir (algunos claramente imposibles).


De su poca implicación en las tareas ocupacionales o de rehabilitación psicosocial, si bien muy raramente se ha forzado a nadie a realizarlas, y esto con el único fin de que soporten estar con otros u ocupen y articulen un poco del ocioso tiempo hospitalario. Nunca he visto en estas terapias los presuntos beneficios “oficialmente” reconocidos. Hablamos de sus proble- mas de relación con los otros pacientes, de sus conductas de riesgo, de sus exigencias improbables, imposibles o desmedidas.


De la necesidad de que se hagan cargo de sus actos y cumplan sus compromisos. De la crítica, si no lo hacen, escuchando su versión previamente.


De su diagnóstico al que algunos se han apegado y usan de 

subterfugio y otros rechazan de plano. a los primeros les recuerdo que estar loco no les justifica y con los segundos, negociamos componendas.


Y, dentro de unos límites, de mi familia, mis planes de vacaciones, mis ideas, etc. Con la pretensión no tanto de igualdad como de un compromiso de compartir con aquellos a los que nos cuentan sus cuitas. Decir algo de nosotros es una forma de escucha.


En definitiva, de todo aquello que conlleva convivir en un espacio y un tiempo compartidos en una institución, que procuramos amable, pero cuyas normas y lógicas todos tenemos que soportar y que se nos imponen como una losa en más de una ocasión.


No suelo hablar mucho con ellos del pasado, salvo para recordarles los problemas en que se han metido, o las calamidades que les ha tocado vivir.


Estimo más oportuno hablar del aquí y el ahora, para poder dar cabida a un hipotético futuro. Porque hablar del pasado, salvo en sus aspectos más humanos, nos lleva de frente al delirio –si es que existe– , a la certeza, a la amnesia o el deseo de no hablar sobre ello. Así que procuro obviarlo y si surge lo “toreo”, como ocurrió hace unos días en una reunión con cuatro pacientes que están haciendo la preparación en un simulador de apartamento que tenemos en la propia unidad para ir a un piso supervisado.


Me acompañaba una joven enfermera, novata. Uno de ellos, Santi, tiene un delirio genealógico y megalomaníaco al saberse arquitecto e ingeniero; creo recordar que hablábamos del futuro cuando salieran al piso supervisado y el respondió por la vía delirante; sin contrariarle, le dije que me refería a los pequeños proyectos que podía compartir con los otros compañeros y se avino a hablar de ellos, sin incomodidad,

desde el lugar que él siempre habla: la condescendencia y un cierto paternalismo soberbio. Al día siguiente, la joven enfermera comentó en la reunión de equipo su sorpresa por la alta formación de Santi, a lo que los demás le contestaron que era delirante y su mayor sorpresa, entonces, fue que no se le contradijera in situ. Para saber que no había que haberlo hecho, uno tira de sus conocimientos de la psicopatología y psicoanálisis, para explicar lo inútil, pero sobre todo lo perjudi- cial que puede llegar a ser. Pero cómo hacerlo, es fruto de la experiencia, que va permitiendo construir un arte de hacer y decir.


Aunque lo que más me han enseñado los pacientes, es su inclinación a condescender con las estúpidas y reiteradas intervenciones que los profesionales somos dados a prodigar: contradecir el delirio con el uso de la lógica –”mi paranoia es tan pura, que no me permite equivocarme” dice uno de los pacientes–, dar consejos de relación con las familias en base al supuesto bien hacer del ideal de cada uno, decidir qué tiene que hacer el paciente, sin consultarle, imponer sin convencer y tantas otras que todos conocéis.


A fin de cuentas, a mí me parece que hablar con el psicótico es primero escuchar, pero guardando silencio sobre algunos aspectos de su discurso, porque siempre acaban en la tesitura de ponernos en la asunción de su creencia o en el imposible de intentar demostrarle que no se corresponde con lo que está pasando. Cuando esto sucede, me retiro prudentemente del

campo y apelo a una ley superior: el vademécum, los libros de medicina, la justicia si llega el caso y se diluye la batalla imaginaria alcanzando a ser el otro, con “o” chiquita que poco importuna al psicótico. Vuelvo a dejar hueco para poder actuar sin perseguir. A veces, esto se revuelve como un acatamiento peligroso: bueno usted es el que sabe, haré lo que me diga, a lo que contesto que sea él quien decida.



Hablar en la institución, siempre cerrada en sus vicios y costumbres, por más que se quiera abierta, es sobre todo, desde mi punto de vista, convencer a los profesionales para que interpelen al loco y se hagan, en aras de una invención, cuenta de sus cuitas.


Como ejemplo, recuerdo un día en la reunión diaria del equipo en que enfermería se quejaba de que un paciente, delirante sin axioma y por tanto indócil y fuera de registro, siempre se acostaba con las zapatillas puestas –enorme transgresión, capaz de generar la demanda de ejemplares correcciones–. Pregunté si alguien, a su vez, le había preguntado por la razón de este comportamiento. Nadie lo había hecho. Salí de la reunión y le pregunté al paciente por sus motivos para este hecho. Su respuesta fue que como cada noche venían a abducirle los extraterrestres no quería presentarse descalzo: le pregunté si creía, ante la enormidad del hecho, ese detalle era tan significativo, a la par que le decía que ante lo inevitable mejor dormir cómodo. Aceptó lo propuesto, no volvió a dormir con zapatillas y el equipo al que le conté lo sucedido, pudo a su vez, descansar tranquilo.


Abundaré en que este paciente llegó a la unidad como prácticamente desahuciado, loco incurable, que tras siete años entre nosotros, lleva otros siete viviendo en un piso supervisado, sin ninguna recaída. Nos vemos una vez al mes, y me cuenta prácticamente nada. lo último, y lo tomo muy en cuenta, es: “¿sabe, ‘doctorado’, desde que trabajo –solo parcial, pero por supuesto mínimamente remunerado– se me ha pasado la esquizofrenia”; refiriéndose a los instantes de vacío, perplejidad y angustia que de vez en cuando le asaltan. Se percata a su manera, que nada tiene que ver con la conciencia de enfermedad, de lo loco que estuvo y ha desistido de ese goce.


Pero otros, se quedan en la unidad, varados en ese impasse sin tiempo –sí, les hemos dado el lugar– en que a veces se estanca 



la psicosis. No con todos se puede hablar, en el sentido de mantener, al menos, un remedo de discurso, que es el camino por el que podemos acceder a la rehabilitación.


Y cada uno lo hace a su manera: unos hablando mucho y desorganizada- mente, otros repitiendo una y otra vez un discurso cíclico y cerrado al sentido; otro en un desbarramiento imposible de seguir; algunos, ya desabonados del lenguaje e instalados en el silencio o en el grito.


Os contaré algo de ellos a modo de viñeta.


Jesús, a quien cuando se le llama responde, pero siempre aclarando que “Jesús, es el niño Jesús”. Misterio de la psicosis en que algunos se nominan a su modo, pero sin dejar de reconocer el nombre dado por el otro; un extraño juego de nominación sin identificación. Bien, pues Jesús llegó al hospital derivado de otra provincia. Rostro hirsuto con desarreglada y luenga barba. Silencioso y peripatético, vestido con una bata con entorchados, que le hizo exclamar a un caro colega que parecía un húsar; y tenía razón, porque su porte atravesado por la melancolía y el distanciamiento tenía algo de gallardo y aguerrido. No quería hablar con nadie. Durante unos meses, me sentaba a ratos en su habitación, escuchando un delirio de índole mística, poco articulado; él permanecía recostado de lado en la cama, mientras se hurgaba los pies descalzos. Luego, poco a poco, dejé de visitarle. Él continuó con sus paseos incesantes por el hospital, siempre solicitando un café, o al menos, que se le dejará apurar las tazas; y en silencio. Había cambiado su vestimenta, a un pantalón y una cazadora vaquera. alejado, pero siempre dulce en sus escasos acercamientos, un día hará unos tres años se empezó a dirigir a mí y otros miembros del equipo, interesándose por nuestra vida: si habíamos descansado bien, quienes eran nuestros cónyuges, si les queríamos, cómo iban nuestros hijos y todo aquello que respecto, sobre todo, a nuestra familia se refería. Siempre exquisito en el trato. Dando consejos de bien hacer 

con la esposa y los hijos; siempre preocupado por el amor en las relaciones de la familia. Siempre le contesto sin disimulos, dando cuenta de aquello que uno puede decir de sí, sin ser invasivo y que responda, no a su curiosidad para nada neurótica, si no a sus certezas sobre cómo debe ser una familia, las relaciones entre el esposo y la esposa o con los hijos. Así, sin forzar, va descubriendo un mundo delirante en el que “el

señor” le ha matado a él, y a 70 millones de hombres y 60 de mujeres; un dios malvado al que, sin embargo, ha vencido, pues él ha reconstruido el mundo. Un dios al que ve en el suelo, entre las manchas del gastado terrazo; en las montañas que se divisan a lo lejos por las ventanas del hospital. ¿”no le ves”, nos dice? No, respondo, solo le puedes ver tú; y a menudo se acerca a mi despacho para decirme que si pudiera me daría sus ojos para que pudiera verle; le agradezco su magnanimidad, y le reconozco lo único de su experiencia que no puedo compartir y se despide en más de una ocasión con unas palabras de bondad insólita deseándome que sea capaz de curar a todos los pacientes. Y esto cada pocos días; preguntando siempre los mismo, pero no como quien olvida, me parece a mí, sino como quien usa estos encuentros para intentar un lazo y una vida familiar que puede observar distante, pero acogido. El otro día, me sorprendió al declarar que estaba en casa y no se iría; parece que ha encontrado un remedo de hogar.


Y sino, recitamos juntos la elegía a Ramón Sijé, recordamos rincones de esta ciudad o buscamos en Google algún tema de su interés.


A veces, no se trata de hablar, ni siquiera de escuchar. Muy ocasionalmente, uno hace de “secretario del alienado” desde la impotencia y la sensación de miedo, de ponérsete los pelos de punta ante la más descarnada visión de la locura. Porque hay sujetos muy poco anclados al lenguaje, en eso que tildamos de pobreza y extrema concreción en el lenguaje y el pensamiento, con lo que antes denominábamos comportamientos bizarros, casi aislado del otro salvo para demandas básicas; el paciente 

del que os voy a hablar era así.


Una noche, en la guardia, me avisó la enfermera porque David estaba muy inquieto, autolesionándose y diciendo cosas muy raras. llevaba unos días en la unidad en bata y pijama porque en un permiso terapéutico había intentado agredir al padre y cuando intervino la Guardia Civil quiso arrebatarles su arma, parece que con la intención de matarse.


Había aprovechado aquella guardia para entrevistarme con la familia –padre, madre y hermano– para explicarles la situación. El padre llegó total y genuinamente borracho, lo que dificultó mucho la situación, que sostuve durante casi dos horas. Intenté que David no viera a su padre, pues sabía lo que le in- comodaba verle en esa situación; desgraciadamente atisbó a verle al salir, aunque ese mínimo instante parecía, tras hablar con él que no le había afectado, instalado en su, muy aparente embotamiento habitual.


Me acerqué a la habitación y le encontré sumido en un frenesí de comportamientos sin aparente sentido, golpeando las paredes, intentando arrancarse los implantes, que tras varios años de insistencia paciente había aceptado. Verle asustaba; su compañero de habitación estaba entre perplejo y aterrorizado.


Me lo llevé al despacho y nos sentamos frente a frente, del mismo lado de la mesa. Él conseguía a duras penas permanecer sentado mientras recitaba como un mantra los retazos delirantes que había construido a lo largo de su vida y que en las condiciones de vida habitual –yo ahora diría de apagado, luego explicaré por qué– no mencionaba.


Se refería fundamentalmente a irse al Amazonas donde todo el mundo es curado por los hechiceros tribales con polvos y plantas que solo ellos conocen, pidiéndome insistentemente que le ayudará a irse. y, no sé si decir en paralelo, que todo empezó una noche de joven, que le llevaron a una comisaría y

había una lámpara colgando del techo; su tono al respecto, era ominoso, pero no había más palabras. Su angustia y su locura casi se podían palpar de la densidad que tenían. Nunca me he sentido más impotente. nunca me he sentido más impotente; asistía atónito “con los pelos como escarpias” a la más desnuda locura; pero no sentía ningún riesgo de su parte hacia mí.


Me dejó cogerle la mano, mientras repetía una y otra vez lo del Amazonas. Yo solo acertaba a pedirle que se calmara y a preguntarle, de tanto en tanto, si se iba tranquilizando. Debimos permanecer así cerca de una hora, hasta que él parecía más tranquilo y aceptó ir a la habitación individual que tenemos para casos de agitación. Le expliqué que íbamos a inyectarle y a ponerle contención, porque aún intentaba desollarse los nudillos a puñetazos contra la pared. Se dejó hacer, obviamente no sin leves protestas. Permanecí un rato más junto a él.


Fui a verle a primera hora, parecía estar como todos los días: parco en palabras y tranquilo. Recordaba difusamente, decía, lo ocurrido, siendo sin embargo muy consciente de su gran malestar. Le retiramos las contenciones y se fue a desayunar, pero aquí llegó lo para mí inesperado de este joven que se presentaba ante el otro tan vacío y desapegado y sometido a la pulsión y el goce autoerótico descarnado; se volvió y me dijo: “muchas gracias por lo que hiciste anoche por mí”, manteniendo una sonrisa. Entonces, adquirí conciencia de que había habido un acto esa noche, que solo él me revelo. No es que hablemos en el presente mucho más, salvo porque viene a decirme de vez en cuando: “Dr. Roberto, todo bien”.


Espero que no se malinterprete este relato como un halago narcisista, sino como la actuación desde un no saber que hacer, que tuvo sus efectos. Y lo digo porque ese paroxismo psicomotriz le ha ocurrido en otras dos ocasiones, en las que no me encontraba presente. En la primera, se arrancó un implante, se llenó la boca de un antiinflamatorio, mordió una lata de 

refresco y descolgó una de las lámparas de emergencia de la Unidad, mientras corría de un lado a otro con la mirada perdida –así me lo describie- ron–. Se actuó de acuerdo a la lex artis: contención física y farmacológica y aislamiento. Permaneció en ese estado de agitación toda la noche; se le envió al hospital general, y al ver los psiquiatras de agudos su situación, lo derivaron a la UCI, para sedación con propofol. Mejoró en muy pocos días, tras despertarle. Mis compañeros también estaban asustados y asombrados; me propusieron hacerle pruebas para descartar organicidad, incluso, que si volvía a pasar, darle TEC. Como esperaba, las pruebas no aportaron nada significativo. aún tuvo una nueva crisis, estando en su casa; le llevaron a urgencias y en pocos días, nuevamente, se recuperó.


De esta experiencia obtuve dos conclusiones; la primera, que nuestro modelo es más que válido, por las dudas que hubiera podido en el pasado y, segunda, que ahora está con la mitad de medicación –y bajando– de la que tenía en el pasado y en la que yo todavía confiaba. Y sin cambios.


Y en el otro polo, quisiera hablaros de Álvaro. Un tipo inteligente –es ingeniero técnico– que lleva delirando desde el 12 de febrero de 1988, habiendo empezado el mismo día dos años antes a tomar tryptizol. Su memoria, de la que sin embargo se queja continuamente, es prodigiosa –un “grabador de seos” que diría Lacan–. Su axioma pasa por que le envenenan y su delirio, hasta ahora incontrovertible, que lo hace una mafia gitana que le somete a todo tipo de torturas con intención, no de matarle, sino de torturarle hasta el infinito salvándole con antídotos. Este infinito, da cuenta de lo ilimitado de su goce como víctima y enfermo. Esta situación le ha llevado a varios intentos de suicidio. Es por el último, por el que acaba ingresando en la unidad; y no fue cualquier cosa: se fue al monte próximo a la ciudad, se cortó las venas de manos y pies, y le encontraron de casualidad al borde de un choque hipovolémico irreversible del que remontó en la UCI. Ya había pasado por varios ingresos tanto cortos como de media estancia.

Convencerle de que tomará una medicación que frenara esos impulsos fue un trabajo de meses; no porque se resistiera a la misma, sino porque todos los medicamentos –y había probado casi todos a lo largo de los años– los tenía listados por sus efectos secundarios insoportables y la mayor parte fruto de interpretaciones. Así que día sí, día también, pedía un cambio de medicación.


Al principio os decía eso de recurrir a la ley superior, como instancia reguladora; y así, se me ocurrió que ante cada nueva queja, yo le ponía la ciencia –que no mi goce– como interlocutor, arrojando ruidosamente el vademécum sobre la mesa invitándole a leer el apartado de efectos secundarios, y ante su evidente negativa, leérselo en voz alta, ante su vista. Esto acabó apaciguando esta demanda perentoria, y ahora es él quien me solicita mi opinión para los cambios de tratamiento; huelga decir que tiene menos que nunca en su vida, incluida las megadosis salvajes que él afirma que se autoadministraba, en un intento de parar, lo imposible.


Hoy mismo recordaba, en un grupo que tenemos, como también tratamos esos primeros tiempos en los que detuve en tres o cuatro ocasiones sus huidas del hospital con intención de matarse; riesgo muy real los primeros dos o tres años de su estancia. Usted sabía mis intenciones, y me ponía en bata y pijama, porque yo le daba mi palabra. En su relato yo efectivamente aparecía siempre en el momento justo, más con causalidad que como encuentro, pero el fiar en su palabra –el simbólico gesto de dejarle en bata y en pijama no hubiera impedido nada– tuvo como efecto que ahora sus amenazas sean más bien retóricas –pero no exentas de riesgo– y, sobre todo, que no me incluyera entre sus perseguidores.


Llevo años escuchando sobre su envenenamiento, “de eso que usted no quiere hablar” me dice, porque es incontrovertible. Por esa vía, lo único que hemos podido avanzar es en el hecho de afilar nuestra dialéctica filosófica y científica respecto a lo 

real, la realidad y la verdad. Obviamente, sin llegar a nada salvo a disfrutar de amenas conversaciones, que ya no son los extensos escritos que le guardo en mi despacho. Bueno, desde hace tres años nos hemos modernizado y me escribe larguísimos wasap –que tienen la ventaja de no ser escuchados por la mafia.


Pero, más allá de este discurso entre querulante y de exigencia de reconocimiento de su verdad –dice: “mi paranoia es tan pura, que no puedo equivocarme”– ha habido una maniobra que ha servido para abrir, de forma incipiente y frágil, otra vía para la vida. ante una insinuación por su parte, pues sabe que soy psicoanalista, le ofrecí leer sobre el psicoanálisis. Ya se ha leído las obras completas de Freud, las de Melanie Klein –a la que encuentra menos rigurosa que a Freud– y los primeros cinco seminarios de Lacan. es lo que él llama su psicoanálisis didáctico, en su exactitud psicótica.


En base a estas lecturas, va construyendo un saber –algo delirante– sobre las instancias y sobre todo sobre el edipo. Y han aparecido dos cambios, inestables, pero persistentes. Por una parte, va reconstruyendo la imagen de un padre perseguidor que siempre le puso en peligro de muerte en un padre menos soberbio, con fallas y castraciones, ya no omnipresente en sus alucinaciones verbales, pese a saber de su muerte. Y por otra, aventura que la salida de su paranoia aguda sería rescatar el lado femenino de su ser, aunque esto aparece como un elemento persecutorio por lo que pensaría su padre. Muy recientemente tras una operación de hernia, me ha preguntado cómo puede ser que no esté ya curado con los cientos de horas que llevamos hablando y el psicoanálisis didáctico; aprovecho para recordarle de su último mensaje lo de explorar su lado femenino, pero por lo persecutorio, le propongo que lo llamemos su lado humano, sensible y como me propone, vayamos por ese camino, porque por ahí entrevé un salida para vivir, e incluso la posibilidad de tener una amistad verdadera con otra paciente, ahora de alta, a la que 

tiene idealizada, como caballero que es.


Largo camino, pero que recorreremos juntos.


Si me gustó el título de las jornadas, es porque no hemos venido a hablar de la psicosis, sino de locos, y esto solo puede hacerse uno a uno. Por eso estas breves pinceladas de singularidades.


Pero no quiero terminar estas palabras sin hablar de los otros locos, los que nos ponemos frente al loco con el delirio de ser profesionales.


No lo digo al modo antipsiquiátrico. Ni me refiero a todos como sujetos, y cada uno nos haremos excepción con mayor o menor razón, ni a las posturas teóricas que mantenemos –por más que en este foro sea más homogénea.


Quiero señalar a los que ni quieren ver, ni oír al sujeto del que pretenden hacerse cargo, por más que el discurso se disfrace de una oferta bienintencionada de ayuda.


Ya más cerca del final de mi carrera y como me decía hace poco Jesús Morchón mientras llorábamos nuestras cuitas, los cambios –reforma decíamos– del hospital donde trabajo hubiera sido imposible en los tiempos actuales. De hecho me parece que avanzamos con una velocidad de crucero aprecia- ble hacia un tiempo inhóspito, aséptico, protocolizado y, sobre todo, silencioso. Pero no porque nadie hable, sino porque solo se permite un discurso que sin embargo no calla. Un discurso que quiere ser inclusivo del loco por la homogeinización, la igualdad normalizada o la adecuación al medio. Un discurso en lo que los criterios cientificistas y los intereses de cada profesión –somos legión en Salud Mental– convierten al psicótico en reeducable o no, o en maleducado y manipulador, en alguien que no se pliega al dominio por puro capricho, alguien que ha dejado de tener síntomas –me refiero a los 

síntomas como construcción subjetiva– para ser simplemente el que no acata. Porque su enfermedad, la enfermedad mental, le vuelve incapaz e inhábil sin la pertinente supervisión; su palabra debe pasar el filtro de la autoridad de los cuidadores; su verdad siempre es puesta en entredicho y, en general, siempre es juzgado por su obstinada inquina a no reconocer su enfermedad, este último punto uno de los más insidiosos, pues pareciendo reconocer una imposibilidad estructural de la psicosis es la piedra sobre la que se asienta todo un sistema de poder para domeñar al loco, para hacerlo normal, adaptado. Ese imposible que nadie alcanzamos y que cada cual desde su loca neurosis quiere convertir en medio terapéutico.


Porque de eso se vuelve a tratar: de discursos de poder.


Empoderemos, se dice, olvidando que se empodera a quien nunca se le dio poder, que es lo mismo que habérselo arrebatado.


Fenómeno que se da en la mayoría, espero que haya excepciones, de las unidades de ingreso de corta, media o larga estancia, cada vez con mayor frecuencia.


El eterno retorno, ya no es al gran encierro. lLs paredes van cambiando de aspecto, son más benévolas y acogedoras. Pero lo que realmente atenaza no solo a los locos sino a los que nos preocupamos y ocupamos de y con ellos –gran diferencia– es un discurso ramplón de acomodación, infantilización y supervisión de todos los aspectos de la vida del psicótico, en un afán de control tendente a la infinitización.


Quizás los años me hacen demasiado pesimista, pero creo que no debemos olvidar que para trabajar en esto debemos tener una política, strictu sensuno por supuesto únicamente administrativa o incluso legal. Para combatir en este terreno necesitamos una política de la ética. Creo que eso, más allá del saber, debemos propugnar desde esta otra psiquiatría. Una 

ética del sujeto único, que espero haya sabido plasmar en mis pocos ejemplos.


¿Cómo convencer en nuestros respectivos puestos de trabajo? ¿Cómo seducir a los que vienen a formarse, sea cuál sea su especialidad? ¿Cómo sostener este discurso alternativo, tan en minoría?


Solo conozco un camino: insistir, traspasar el testigo aunque solo sea a uno.


Irnos despojando de nuestros oropeles, dando la palabra cada vez más al loco, por todos los medios que podamos.


Tener el valor de enfrentarse a la locura un tanto desnudos, como sempiternos aprendices, dispuestos a aprender del dicho del loco y a desdecirnos de cualquier teoría, constructo o apología, cuando la terca realidad de la clínica así lo aconseje. Tenemos apenas unas pequeñas linternas para alumbrarnos y la labor clínica es la principal.


Pero que nuestra formación psicopatológica y psicoanalítica –ésta última, preferiblemente como experiencia propia del acto analítico– sea rigurosa y metódica. Recordad la frase atribuida a Hipócrates: “la vida es breve; el arte, largo; la ocasión, fugaz; la experiencia, engañosa; el juicio, difícil”.


voy a ir terminando tras este exordio que quiero dirigir fundamentalmente a los más jóvenes; aquellos que enmendarán nuestros pasos e inventarán, no lo dudo, algo nuevo. No os conforméis con la técnica, haced ética y política. instrumentos tan terapéuticos, sea eso lo que sea, como los que más.


Recordaros que no son los muros los que aprisionan y emponzoñan al loco –eso solo lo hacen con los que decimos asistirles–; los lugares para hablar con el loco son los que 

sostienen la escucha, promueven la inventiva, incentivan la vida y están en cualquier emplazamiento donde queramos sos- tener esta verdad.


termino con un recuerdo de estudiante. tenía un profesor de prácticas de anatomía, forense de profesión, y ya sexagenario cuando le conocí. Solíamos coincidir en una cafetería cercana a la casa de la que entonces era mi novia. Buen bebedor de clarete, y cuando ya estaba bastante calzado y sabedor de mi proclividad hacia la psiquiatría solía decirme en ese tono emotivo y de revelación que aporta el cigales: “a los enfermos mentales les cura sobre todo el amor; si se les amará, curarían” –bueno o algo muy parecido.


yo lo leía como compasión y pese a mi ignorancia de casi todo en aquel entonces, salvo ser un precoz lector de Freud, intuía que eso para nada era lo que había que hacer; que el espíritu cristiano, no cura.


Pero escribiendo esto, se me ocurre que hay una chispa de razón y verdad en lo que aquel profesor me decía.


Solo hay que tomar la palabra amor en el sentido lacaniano, porque si amar es dar lo que no se tiene, afortunadamente de eso tenemos, nada, a raudales y en todos los sentidos.