Fragmentos de Vida


Daniel González Rojo

Periodista y preparador laboral. Centro de Día de Toro. Zamora. Fundación INTRAS.

Correspondencia: dgr@intras.es



En ese acompañar la recuperación de las personas con malestar psíquico que centra la labor diaria de Fundación INTRAS caben muchas perspectivas y aproximaciones, muchas maneras de entender el acompañamiento que, inevitablemente, pasan siempre por una: la escucha. Y escuchar no es oír. escuchar implica pararse, mirar a los ojos a la persona, entender y asumir que cada uno es el centro de su propia vida y tira de las riendas, vaya hacia donde vaya, sin juzgarlo, pero sí estando ahí para apoyarlo en su camino, en las vueltas y revueltas de un sendero que a menudo es traicionero.


En el proceso de escucha diaria, como en la criba que usaban los buscadores de oro del Klondike, aparecen de vez en cuando pequeñas pepitas de oro, fragmentos de la historia vital de cada persona que en ocasiones llegan a esa criba por azar y otras, por la propia voluntad de quien siente la nece- sidad de hablar de sí mismo. “Siempre hay una historia que contar”, le decía entre susurros adela de otero a Jaime astarloa en El maestro de esgrima.


Pepita a pepita, recuerdo a recuerdo, se construyen las historias vitales de las personas. Hay quien no quiere o no puede recordar y quien, por el contrario, lo busca para entender su presente desde la brújula de su pasado. Hay quien exorciza sus demonios con un boli y un cuaderno en las manos mientras es- cribe su historia y quien necesita de otras manos que le acompañen en el proceso, de alguien que escuche y ayude a ordenar las piezas del puzzle.




Ésta es una de esas historias, contada a sacudidas de criba.


M, EL HOMBRE QUE VIVE EN LA CALMA PREVIA A LA TORMENTA


M cumple este lunes 29 de mayo 60 tacos de almanaque y hace poco más de un mes le cambiaron el marcapasos viejo por otro más moderno. Él lo enseña sin inmutarse –un clic, clic, clic abultado bajo el pecho–, como quien muestra un reloj de pulsera nuevo. Sin darle importancia, segura- mente porque de todo lo que le ha pasado en la vida, esto es lo menos im- portante. Una anécdota más.


Con su voz suave pero firme, casi nunca una palabra más alta que otra, cuenta el lugar en el que nació, y que la historia de su familia, como la de tantos zamoranos, se escribe con las letras de la emigración. Tíos suyos hicieron fortuna en Buenos Aires y alemania, su abuelo materno puso las vías de los primeros ferrocarriles que cruzaron la isla de Cuba y cuentan las cró- nicas familiares que un bisabuelo suyo murió vagabundeando en algún lugar de Centroamérica o quizá en México. nunca lo supo a ciencia cierta.


La voz de M también resuena en su mirada acuosa, en sus ojos algo tristes y cansados, los ojos de quien ha vivido mucho, dos o tres vidas comprimidas en el espacio que suele durar una sola. Una primera infancia en la zamora rural, que enseguida cambió de escenario, cerca de la tierra prometida de los altos hornos y las navieras bilbaínas. Allí, a los 15 años dejó la escuela por un racimo de trabajos, variados y fugaces: peón albañil, una fábrica de toldos para barcos y camiones, jardinero, portero de discoteca... Fue entonces, en su adolescencia, cuando le “pasó algo terrible en la cabeza, un pollo de espionajes”. “Casi me destruye”, cuenta con voz agitada este hombre que aún hoy vive permanentemente en la calma que precede a la tor- menta. Cuando estaba a punto de romperse, contemplaba la desembocadura del nervión y soñaba con 

“escapar escondido en uno de los barcos”. “Pensé: ¿a dónde voy?, ¿cómo vuelvo? y me acojoné. no me subí a ninguno”.


A los 19 años, para “encontrar una salida” o “algo” que le “curara la cabeza”, M se alistó. De un cuartel en Leganés a Ceuta, donde juró bandera y se incorporó a la legión. “era una aventura vivir en África, pero nunca entré en combate”. En realidad, el combate estaba en su interior y la primera vez que volvió a la península, en unas maniobras en Chinchilla, aprovechó para

echar a correr una vez más. “no aguantaba el dolor de cabeza, así que me fugué. No pasé ni la primera noche”. Tras una huida de dos meses, buscado por la Policía Militar como en un episodio del equipo a, se entregó voluntariamente a las autoridades militares en Leganés.


Aquí comenzó un peregrinaje por otra geografía, la de las cárceles de España. recuerda la claustrofobia de los patios, las peleas y la comida. “En Carabanchel desayunábamos café con leche de una pota. Ese café con leche sabía a miseria”. Después de una temporada a la sombra, pudo arreglar sus papeles y se licenció con un billete de vuelta al País vasco.


En casa, a M le “daban locuras por los dolores de cabeza”. “rompía cosas”. La familia le convenció para buscar ayuda e ingresó en el Psiquiátrico de Zamudio, cerca de Sondika, donde recuerda al doctor Enrique Aragüés. las cosas le fueron bien y pasó de una habitación a acudir al centro de día y dormir en casa.


A los pocos meses, abandonó para siempre tierras vascas y regresó a su Zamora natal, donde se dedicó a trabajar la huerta de su padre. Paralelamente a una vida más tranquila en el campo, comenzó a ver a un nuevo psiquiatra, en el Hospital Provincial de Zamora, quien le cambió “las medicinas viejas” de Zamudio porque “estaban anticuadas”.

Cuando murió su padre, la brújula de M volvió a perder el norte. Ya no había huerto y él era incapaz de cuidar de la finca solo. Su madre marchó a una residencia y él, a Fundación INTRAS. Llegó a la residencia de toro a los seis meses de su apertura y por la mañana, trabajaba en los talleres de artes de Coreses, “con el papel”. Cuando echó a andar el Centro de Día de Toro, fue uno de los primeros en ocupar el taller de chapas. Siete años después, M es uno de los históricos de INTRAS en Toro y se muestra razonablemente satisfecho con su vida. “Aquí estoy tranquilo y a gusto. Nadie se mete conmigo. Paseo mucho por el pueblo, tanto, que ya me lo conozco de memoria”.


A M no le gusta mucho hablar del futuro, prefiere hacerlo de su pasado o de los libros que leía, especialmente de Robinson Crusoe y de Miguel Strogoff, un náufrago y hombre que cruzó ciego la estepa rusa. En esas raras ocasiones en las que pone en marcha la máquina del tiempo hacia adelante, se ve “otra vez en el pueblo, cuidando de cuatro o cinco cabras y de un macho”. Quizá ese futuro sea, en realidad, el regreso a un pasado idealizado. o quizá no. Pero lo cierto es que cuando habla de ello, las presas de sus ojos acuosos se desbordan.