La cultura del control. Castigo y orden social en la modernidad tardía

David Garland, Barcelona, Gedisa, 2005



Luis Rodríguez Carmona. Trabajador social.

UHRPsiquiátrica, Hospital Piñor. CHUO, Ourense



El libro de David Garlan es un producto literario de un profundo acabado sociológico y criminológico. El recorrido detallado en el tiempo que hace el autor permite al lector, de una manera exhaustiva, comprender cómo fue posible que la historia de la justicia en EE.UU. y en menor medida en Gran Bretaña, mutase hacia un proceso de involución democrática. Cómo las inter-relaciones que se suscitaron entre la economía, la cultura y el orden social tuviesen un cariz diametralmente opuesto a lo que durante 30 años se sostuvo en estos países, donde se vivió la mayor calidad de vida de toda la historia de la humanidad.


Aunque el estudio comparativo se circunscribía a EE.UU. y a Gran Bretaña a medida que iba leyendo el libro fue inevitable extrapolar ciertos aspectos funcionales de su obra con lo que ocurre actualmente en nuestro país dada la globalización de nuestra sociedad. Me acordaba, entre otras cuestiones, del intento de reforma del Código Penal por parte del ex-ministro Gallardón. Un arduo deseo teledirigido con el propósito de restringir derechos y libertades de los ciudadanos en exclusión social. Una medida con especial incidencia en la enfermedad mental.


Se podrían comparar las tendencias neoliberales con otras medidas administrativas de carácter residual o retrógrado que otros ministros españoles llevaron a cabo y que desencadenó en definitiva en una mayor polarización social en nuestra sociedad.

Me resultó inevitable, con las diferencias obligadas, relacionar las infra-clases en nuestras ciudades, con las underclass americanas o las británicas. Cómo se ha gestionado su pasado, presente y ahora los destinos de su futuro más inmediato.


Se dice que la ciudad de Nueva York es un crisol que anticipa cuáles serán las tendencias, en este caso, las de la evolución de nuestras necesidades sociales.


La obra profundiza en los porqués de una justicia ahora mucho más dura que lo era hace 30 años. Es incuestionable la proyección social interesada que se hizo y se hace de una sociedad ahora más insegura, más recelosa, donde sitúa en su misma estructura social al enemigo más acérrimo que perturba nuestra tranquilidad. El autor lo señala como el otro, el diferente, el sospechoso o el repudiado. Éste no es más que aquellos ciudadanos que se encuentran fuera del perímetro de la economía y del estatus social impuesto desde las élites económicas.


En los márgenes de este nuevo orden social seleccionado e impuesto se encuentra la amenaza que obedece a una figura monstruosa nacida del mal.


El alejamiento, la reclusión o incluso su eliminación, se ofrecen como la única e incontestable respuesta ante la amenazada seguridad de una clase social privilegiada. Se recupera la teoría hobbesiana del leviatán.


Las causas para un cambio histórico de este orden poco tuvo que ver con la justicia penal sino con la relación que se derivó de la crisis del estado del bienestar y la dinámica transformadora de la modernidad tardía.


El autor describe cómo el sistema penal que durante los 30 años de la llamada época dorada (1950-1973), se instaló en la sociedad civil sustentándose en los parámetros del

razonamiento y de la integración social como engranajes imprescindibles para la homeostasis de la sociedad.


El pleno empleo y la nueva red de seguridad penal welfare significaron que se instalase en la sociedad un nivel de seguridad económica sin precedentes.


La brecha entre ricos y pobres nunca fue más próxima. Los malos recuerdos de la Gran Guerra y de la Gran Depresión quedaban en el olvido.


Antes de la aparición en escena del nuevo orden o de la llamada modernidad tardía la criminalidad en la sociedad era visualizada como un problema de inadaptación o de familias desestructuradas víctimas de una injusticia social que era el detonante de la desviación del sujeto como ser asocial.


Se posibilitaba pues la oportunidad de remediar la conducta y de reconducirla hacia un orden social y comunitario aceptado, vertebrado en la recuperación del sujeto como un ser potencialmente social. La socialización en ocasiones era un proceso insuficiente, un déficit comunitario, no era una responsabilidad en exclusiva del individuo. La recuperación era un proceso necesario tanto para el delincuente como para la víctima.


El sistema penal-welfare estaba arraigado bajo un discurso keynesiano o del propio pensamiento de Thomas Marshall, donde las garantías del saber del experto y las bases del derecho se entrelazaban con el humanismo más cercano del ciudadano que se situaba fuera de las oportunidades del sistema.


Con el tiempo surge el eslogan de “nada funciona” el cual se hizo omnipresente en la sociedad. La erosión del mito de que el estado soberano es capaz de generar ley y orden puso en duda la legitimidad del propio sistema. Es a partir de la crisis del

petróleo de los años 70 cuando el equilibrio que la política social democrática ejercía sobre el capitalismo fue incapaz de frenar su versión más ególatra y agresiva de este. Todo se volvió entonces más dramático.


La caída masiva del empleo y con ello el empeoramiento de la calidad de vida de la ciudadanía trajo consigo graves consecuencias sociales.


Las nuevas tendencias sociales tuvieron un efecto directo sobre las altas tasas del delito que empezaron a disparar las estadísticas.


Se empezó a buscar interesadamente al chivo expiatorio que había irrumpido en el gran sueño de la civilización americana tornándola en una pesadilla indigesta para la ciudadanía. La entrada en escena de la política de la nueva Derecha eligió en su versión más populista al culpable de la quiebra y con ello la solución a los actuales males que aquejaban a la sociedad, su dictamen no era otra cosa que extinguir todo aquello en lo que se fundamentaba la welfare.


Amplios cambios sociales impactaron en dos dominios sobre la ciudadanía: por un lado el delito y el control social y por otro las instituciones del bienestar.


El sistema del control del delito facilitará nuevas tendencias para que el disfrute de las libertades del mercado dependan de ejercer el control de los grupos excluidos que se presentan para la modernidad tardía como una seria amenaza, dejan de ser vistos como una oportunidad para la mejora de la sociedad.


Esta es una forma de proceder antigua, moralista y perversa.


El delincuente se convierte en la causa perdida de la cual hay que protegerse, un objeto inservible en contraposición al discurso recuperador del penal welfare donde era visto como

víctima del sistema. argumentos como el paternalismo, la infravaloración del experto empujaron hacia el desprecio por la infra-clase.


Esto sirvió para que las políticas neoliberales y neoconservadoras de políticos como Margaret Thatcher, Ronald Reagan y más tarde Bush padre, instalasen en la sociedad su ideario político que era separar o polarizar la sociedad, imponiendo para ello soluciones agresivas del mercado.


Todo el periodo de acercamiento que hubo entre las clases sociales durante el periodo posterior a la Gran Guerra ahora era una seria amenaza, la igualdad tenía un efecto corrosivo para un discurso profundamente separatista. El populismo desplegaba misivas como la necesidad de un estado más re- presivo contra los pobres a los cuales describía como los males endémicos del sistema. Emplearon uno de los pilares del discurso neoliberal que es la eficiencia del gasto público sin descubrir el deslizamiento que había detrás de esta premisa como era la externalización de los servicios públicos por intereses privados.


La codicia se extendió en el ideario de la nueva corriente bajo un doble discurso: el mediático populismo para la ciudadanía social y el interno para las élites económicas. La implementación de lo privado en lo público permitiría confirmar y garantizar sus verdaderos objetivos mercantilistas.


Para alicatar y desviar la atención se promovió el discurso del miedo y el fomento de la inseguridad atrapando a la masa social en un efecto conducido por lo irreflexivo. Se apeló a la comunidad como solución al mal endémico des-responsabilizado de cualquier acto decisivo al aparato estatal.


Lo realmente conmovedor es lo moldeable que ha sido la opinión pública, si bien es cierto el rol decisivo de los medios de comunicación, todos en definitiva jugaron un papel decisivo

para dejarse asentar por el discurso de la amenaza del sistema. Un discurso perfectamente politizado distrajo a la sociedad en beneficio de instaurar un modelo muy cuestionable con los derechos humanos de las capas más desfavorecidas. Todo por mantener un estatus social para un grupo de elegidos que se instalan en el otro lado de una línea imaginaria dictada por la economía y la ideología del momento.


Hay en definitiva un desprecio por la evidencia empírica de la política criminal y por las verdaderas causas de la ciudadanía excluida.


La cobertura mediática, el acabado informativo amarillista combinado con el discurso ramplón de la nueva política, fueron decisivos para la fuerte influencia en la ciudadanía hacia un modelo que establece dos tipos de sociedades: los que están dentro del sistema y los que se mueven en su perímetro.


La criminología reaccionaria desplazó a la criminología socialdemócrata, la cual se animó y colaboró sin paliativos con un acting que puso en evidencia los propios fundamentos del ethos que la sostienen. A la crítica de la izquierda se sumaron las corrientes de la derecha, conservadores y liberales impactando frontalmente con los argumentos welfaristas y de los expertos, quienes pasaron de tener una respetabilidad profesional en las décadas anteriores, a perder prácticamente toda la credibilidad posible.


Llas tendencias y los cambios en las estructuras sociales del momento acabaron por socavar la precaria solidaridad social que podía quedar a finales de los años 70. La sensibilidad por la carencia dio paso a la sensibilidad por el delito, la solidaridad se suplanto por la individualidad social y la confianza fue destronada por el pánico social. El aumento de los delitos violentos en la década de los 80 fue incuestionable, la brecha social entre la clase media y los excluidos fue el resultado del desprecio por determinados colectivos. la sociedad adquiría un

nuevo molde; para aquellos que se encontraban fuera del sistema se les reservaba los espacios próximos a los suburbios, los alcan- tarillados, las calles oscuras o los centros penitenciarios para poder garantizar de esta manera la seguridad de los buenos ciudadanos.


La justicia se presentó 30 años más tarde con respuestas más retrógradas, como un ente vengador frente al delito, donde la comprensión humana no tiene cabida y tan sólo el odio o el resentimiento son capaces de aplacar la sed de venganza ante el enemigo.


Se pasó de un marco socialdemócrata fundamentado en el control económico y en la liberación social a un marco de libertad económica y de control social.


La nueva ecuación producía que los ricos se hicieran más ricos y los pobres más pobres. No hay ningún interés por invertir en la mejora de la masa social, el objetivo es claro, las élites económicas quieren un menor reparto del pastel económico lo que significará que gran parte de la sociedad se quede sin nada.


El delito cobra una mayor relevancia, es su presencia forzada por las medidas tomadas lo que lo desencadena. Sobre el dolor de la víctima se potencia y se canaliza el discurso del causante de esta nueva tendencia. La víctima por lo tanto adquiere y representará el papel principal de la obra, sale de su silencio para mostrarse como el estandarte y el objetivo finalista de la nueva justicia. Se despoja al delincuente de cualquier protagonismo positivo.


La víctima es ahora expuesta, escuchada y utilizada por intereses ideológicos que sostengan un cambio del modelo social.


Un cambio social que no pretende otro objetivo ( y esto lo considero decisivo) que cambiar el modo de pensar y de actuar de la masa social.

El actual sistema judicial vigente diagnostica y exige un mismo tratamiento para el delincuente, se impone mecánicamente la dureza jurídica como respuesta inexcusable ante el daño ocasionado a la víctima. Una víctima que proyecta en el imaginario social la posición de sufrimiento como un molde individualizado y extrapolable para cada delito que se comete. El castigo se convierte en el axioma de la norma y tal decisión es afrontada desde el púlpito de la emotividad de la masa social.


Esta epidemia de inseguridad que paranoidiza y angustia a la masa social es abordada ahora desde los mecanismos punitivos más extremos aún a costa de reducir los derechos y libertades individuales o las garantías constitucionales de las mismas. Solo hay un objetivo en esta arbitrariedad: el orden y el control social. en el aparato político-administrativo del estado no hay rastro de responsabilidad, se ha trasladado al sujeto y a la comunidad a la cual se les cede las competencias para ajusticiar al reo. Las competencias de los expertos o de los profesionales en la materia, han quedado relegados ante el poder y la angustia neurótica de la masa social se presta atrevidamente a ser la garante del nuevo orden social.


Ahora más que nunca las medidas son más represivas y los encarcelamientos masivos, no hay validez para otra alternativa, el modelo del penal-welfare ha quedado reducido a su discurso.


Si bien el estudio se focaliza en dos países de una importancia globalizada como EE.UU. y Gran Bretaña no deja de cuestionarse el efecto que este discurso plasmó en otras partes del planeta entre ellas nuestro país.


La acción colectiva se condicionó por el cruce de influencias que se producen dentro de una complejidad en los planos de la estratificación social, como son las variables como el empleo, la educación, el sentido de la propiedad, la identificación social o la integración de los colectivos más desfavorecidos.

La evolución de la sociedad ha mutado hacia un estadío más anómico e inseguro, la hostilidad hacia el desfavorecido se traduce en aplicar un mayor control en sus libertades y de restringir sus derechos como si la amenaza sólo viniese desde ese lado, no se siente el mismo rechazo hacia la delincuencia de cuello blanco, los delitos financieros a gran escala, los desastres medio ambientales o los delitos fiscales entre otras cuestiones de enorme impacto macro-social. La exclusión social lo alcanza todo, parámetros culturales, económicos, sociales, raciales o étnicos.


Hoy resulta difícil encontrar un marco socio-político que favorezca la integración, prevalece la conciencia social de un carácter insolidario sobre todo en una clase media influenciada por la cultura del miedo y con la continuada crisis del estado de bienestar.


Se suele decir que la conciencia social suele ir por detrás de los hechos sociales y no al revés, actualmente lo heterogéneo del problema y la dispersión de su campo de acotación impide una defensa de sus intereses.


En las últimas décadas nos hemos acostumbrado a observar episodios de violencia impactante en distintas ciudades americanas cuando la segregación de una parte de la sociedad aflora hasta límites insostenibles. Esta evolución social no es fruto del azar sino que obedece a estrategias e iniciativas de de- terminadas políticas. Giddens ya señalaba que las infraclases en EEUU la componían fundamentalmente negros, puertorriqueños y mexicanos, son los señalados por las políticas neoliberales que lejos de erradicar su distan- ciamiento social lo hacen más amplio y más endémico.


Se ha construido un extra-sistema que no solo tiene pocas posibilidades de una movilidad social ascendente sino que emplea la violencia social como respuesta a la inseguridad. Hoy la clase media se caracteriza por su tendencia a la inclinación

autoritaria, el afán por el orden, el respeto a la autoridad y al mantenimiento de la seguridad para beneficio de su propio estatus. Nuestras generaciones viven sin duda en peores condiciones sociales que la de nuestros padres.


El tipo de modelo construido y consentido por la sociedad es para revisarlo con profundidad. La ceguera humanitaria producto de una codicia e insolidaridad sin límites, está llevando a límites preocupantes, la convivencia planetaria. La jaula de hierro a que hace mención el autor es construida desde los cimientos del capitalismo que se erige hoy como la brújula del orden mundial. El apartheid social que se sucede en las sociedades avanzadas del primer mundo, amenazan seriamente la convivencia y la seguridad de nuestro sistema.


Hoy las tendencias sociales se imponen a una velocidad imposible de que la especie humana sea capaz de procesarla. Esto reproduce que vayamos por detrás de las consecuencias y de los acontecimientos, sin estar preparados o emitamos un acuerdo o desacuerdo sobre lo que se avecina.


Actualmente los mercados financieros se imponen ferozmente sobre los gobiernos, sobre el saber de los especialistas y sobre la ciudadanía.


El futuro dependerá de variables políticas y sociales, así como de la capacidad de acción que puedan tener los sectores y grupos sociales más postergados de la estructura social. Ningún curso social es irreversible pero dependerá de lo que se reaccione a tiempo ante la tendencia social imperante que dura ya cuatro décadas.