La palabra en psiquiatría. ¿Todavía eficaz?

Fernando Vicente Gómez. Xoroi edicions. Barcelona. 2016. 234 págs.



Federico Menéndez Osorio. Psiquiatra. A Coruña.



El libro (con un prólogo de Fernando Colina y de J. Oury) va a plantear de forma amena, rigurosa y actual, lo que en su práctica a lo largo de los años de formación y trabajo, le permitió reflexionar en aquello que supone lo especifico del quehacer de lo “psi” en salud mental y más concretamente en lo institucional.


Centra su temática sobre lo que son los ejes articuladores y específicos de nuestra función: la palabra, el lenguaje, la subjetividad, la historia (clínica), el inconsciente, lo simbólico... y todo ello en su formulación clínica, en la locura y en lo institucional.


Intenta poder entender y leer, desde el registro simbólico, el órgano y el cuerpo como significante y representación. la víscera como lo “visceral”. La entraña como lo “entrañable”.


Esto lleva aparejado una escucha y una mirada clínica de lo singular, de lo particular, del caso por caso, lo que es del orden del sujeto que habla en su escisión constitutiva y como efecto del lenguaje.


Va a comenzar su texto por lo que las neurociencias, la genética, la sociología incluso la economíanos dicen y precisamos conocer en su articulación y relación con lo psíquico. Pone en evidencia el contraste con lo que de estos saberes sobre todo de la genética y las neurocienciasnos dan ciertos foros, revistas y centros psiquiátricos, ocultando y obviando todo aquello que no cuadre ni entre en el

reduccionismo, dogmatismo y mecanicismo de una visión (ideología) biologicista falaz y cientificista –que no científica– envasándonoslo como productos comercializados.


Hace hincapié el autor, en lo especifico y necesario de rescatar como diferenciador de nuestra función clínica: el valor del relato, la biografía –las patografías–, el decir del paciente, en el sentido que lo daba P. Ricoeur cuando decía: ”la vida se comprende a través de las historias que se narran sobre ella, por todo tipo de relatos que oímos”... “los síntomas se integran en una historia que puede contarse mediante la labor del habla”... Lo que más explícitamente Ortega afirmaba cuando decía, ”frente a la razón pura físico-matemática, hay pues una razón narrativa. Para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia”. Merleau Ponty viene a ratificar la nece- sidad y la eficacia de la palabra cuando afirma: “en cuanto que el hombre se sirve del lenguaje para establecer una relación viva consigo mismo o con sus semejantes, el lenguaje no es ya un instrumento, no es ya un medio, es una manifestación, una revelación del ser íntimo y del vínculo psíquico que nos une al mundo y a nuestros semejantes”.


Más allá de toda fenomenología, Fernando Vicente, introniza el lenguaje –en tanto que seres hablantes– como el fundamento de nuestro trabajo psicopatológico. Hace suyo lo que ya afirmaba Heidegger: “el lenguaje es la casa del ser, en su morada habita el hombre” y lo que suponía para Wittgenstein, “el lenguaje es una parte del organismo”, “los límites de mi len- guaje, significan los límites de mi mundo”; muy apropiado para entender los límites del mundo psicótico... y los del normal.

Consecuentemente con todo ello, va a recalcar en el texto el valor de la palabra, el decir del paciente, del psicótico, del loco... Cuando se permanece sordo a la palabra del psicótico, no se le deja otra expresión que el paso al acto o a su repliegue y desconexión.

No se trata de un decir para inscribirlo o reducirlo a un interrogatorio tabulado, o para que antes de oírlo se le apliquen test, ítems, escalas, cuestionarios que encajen en los manuales diagnósticos y que protocolizados, se le asigne un tratamiento “ad-hoc”.


Lacan, una de las referencias teóricas del autor, al referirse a la psicosis afirmaba: “la primera regla de un buen interrogatorio y de una buena investi- gación sobre la psicosis, podría ser la de dejar hablar el mayor tiempo posible, y luego uno se hace una idea”.


Subyace para Fernando Vicente, la idea implícita de que la enfermedad no es un déficit, una carencia o una exclusión, sino más bien otra manera de ser-en-el-mundo. Por esto el paciente tiene una dignidad y es objeto de respeto tal como lo entiende P. Ricoeur, cuando dice: “bajo las tinieblas de la locura permanece el valor de la enfermedad y la del enfermo”.


Rs lo que le hace decir a S. Freud respecto al delirio, que no se trata de un déficit o lesión, sino de un mecanismo de reconstrucción, de un intento de curación. Todo esto el autor lo lleva al máximo rigor en el texto, formalizándolo en una escucha y una práctica que dé fundamento y sentido al trabajo clínico.


Sigue desgranando en los sucesivos capítulos, temas de gran interés practico como son el de las urgencias, la cronicidad, la locura, la demanda, la escucha... asimismo, el modo de articular lo psicoanalítico en las instituciones, el trabajo con la transferencia, las reuniones de equipo, la supervisión, la transmisión, etc.


Ve el autor lo institucional como un lugar de vida, y no como ese espacio confuso, represor y deshumanizante –legado del horror manicomial– lugar de encierro, reclusión e internamiento tan carente de una reflexión y tan necesitado de

otra visión y de otra práctica diferente, como posible lugar de vida y de palabra e interacción, de respeto y de producción de saber, lugar de dignidad y de elección.


Aquí es donde el autor –a contrapelo y levantando recelos y suspicacias, dado lo que supuso lo institucional manicomial en nuestro país– nos va a aportar su experiencia, su práctica diferenciadora, su compromiso, su otro hacer, orientándonos y abriéndonos a otras dimensiones clínicas y comunitarias, cotejado todo ello por el trabajo y el saber adquirido en contacto con maestros de la psicoterapia institucional, como F. Tosquelles, J. Oury, etc.


No deja de señalar la necesidad de espacios comunitarios, ni la necesidad de cuidados esenciales e imprescindibles para que el paciente no quede “a la deriva”, derivado de unos dispositivos a otros (agudos, ambulatorios, centros de día, crónicos, residencias, servicios sociales, etc.) donde “va cayendo” en una especie de puerta giratoria sin referencias ni conexión, aban- donado al pairo, a la intemperie, a la marginación, sin asideros ni atención personalizada, ni responsable que pueda dar cuenta “del caso” y como consecuencia de todo ello, sin que exista, con frecuencia, compromiso ni res- ponsabilidad por parte de nadie institucionalmente.


A lo largo del texto, el autor da cuenta del rigor clínico basado en la calidad asistencial, partiendo y teniendo en cuenta las necesidades del paciente y no el pragmatismo y el economicismo al uso, ni las “necesidades” del servicio o de la institución, o las “cifras” y estadísticas, los recortes, la crisis, los presupuestos, la “realidad”, etc. O bien, por otro lado, nos encontramos con argumentos más sofisticados como son los protocolos o guías, los índices de estancia media homologados, lo que “se lleva” según las revistas de impacto, o lo que la administración impone a través de las diversas gerencias...

F. Vicente nos hace una llamada a un compromiso ético, a la responsabilidad como clínicos que basados en el saber-hacer profesional, es decir, el saber que sostenemos, supone plantearse al servicio de quien ponemos nuestros conocimientos y las consecuencias que depara nuestra práctica.


En este sentido es radical. No hay chalaneo ni concesión, o mirar para otro lado, con la función social que como ciudadanos y clínicos nos compete y se nos delega. No hay justificación para echar culpas fuera, ni en las buenas intenciones ni en las malas conciencias que escamotean el compromiso de cada cual. Pero mucho menos hay concesiones con la cobardía, la desidia o los intereses espurios.


Como resumen diría que el texto es la síntesis sabia y rica de la experiencia, de la dedicación al quehacer en salud mental, de la clínica con rigor y compromiso. no hay teorización diletante, ni humo, ni hablar de oídas, sino que responde a la práctica concreta, a la reflexión y al contraste.


Por ello adquiere más valor lo que expone. Hace reflexionar, interroga, no hay dogmas ni recetas, no cierra preguntas –esto puede desilusionar a los buscadores de manuales de instrucción.


Está abierto al saber, no a un saber doctoral y cerrado, sino a su producción, a los interrogantes de lo que se vive y se piensa. El libro, da cuenta en definitiva de la experiencia del autor, entendida esta en el sentido que María Zambrano da al término en su libro “Confesiones y guías”, donde nos dice, “la experiencia irrenunciable se transmite únicamente reviviendo, no siendo aprendida...la experiencia, si sale de su silencio, es para comunicarse. El que habla por experiencia, comunica... para que el otro sienta nacer dentro de si lo que necesita, para que lo sepa también por experiencia... pretende que el que escucha encuentre dentro de sí, en “estatus nascens”, la verdad que necesita”...

No nos va a comunicar los conocimientos que dan cuenta de la objetividad universal o lo general abstracto, sino que nos habla de lo singular, de lo particular, de lo subjetivo, de lo que hace concreción en el caso por caso, hace suyo lo que afirma Hegel, “en el plano de la vida, en lo humano, lo universal solo es real en los individuos”.


Bienvenido este libro, este aire fresco que se nos aporta ante el páramo y la asfixia a la que se nos quiere someter desde el reduccionismo biologicista y neopositivista, de una práctica encorsetada en ítems, test, escalas, guías y protocolos, y la química prescriptiva como meta, donde el enfermo queda borrado y marcado bajo el intento de crear un pensamiento único, trufado y enlatado de cientificismo objetivista como verdad absoluta. Necesitamos escuchar otros discursos, leer experiencias diversas como las que Fernando vicente nos presenta y transmite, abiertas a la reflexión y a los interrogantes diversos de nuestra práctica clínica.


Si el libro que tenemos entre manos lo ha logrado, cada uno podrá dar testimonio con lo que en su lectura le haya aportado y hecho reflexionar.