Un delirio. Presentación y análisis de Francisco Pereña
Julio Fuente. Asociación Española de Neuropsiquiatría, Madrid, 2017. 126 págs.
Fernando Colina. Psiquiatra.
Hospital Universitario Río Hortega, Valladolid.
Este libro, que inaugura una nueva colección –Testimonios– en las ediciones de la asociación española de neuropsiquiatría, es hijo de un encuentro feliz. De un lado, un paciente avispado y lúcido cuenta su delirio y el entorno vital en que le fraguó. Un paciente que, sin embargo, no es un enfermo al uso. Su exposición no es el relato realizado por un perturbado convencional, sino el alegato de un psiquiatra, con experiencia y muchos años de oficio, que sufre un colapso mental. Por otro lado, su presentador e intérprete, es un clínico conspicuo, una de las personas más originales y de pensamiento más libre que cultiva actualmente la psicopatología.
Se junta de este modo, el valor testimonial del caso con la rica perspicacia de su analista. Se gesta, como hijo de este contacto, un relato al estilo clásico, ya inhabitual en nuestra disciplina, condenada a tener muy poco que decir ante el discurso de los locos. Un ensayo cuyos antecedentes podemos encontrarlos en El caso Wagner, de Robert Gaupp, en el Gaspar Hauser, de Ansel Von Feuerbach, o en el estudio sobre Schreber de Sigmund Freud. la diferencia es que, en esta ocasión, los protagonistas responden a nombres de claras resonancias hispanas: Julio Fuente y Francisco Pereña. Madrileño y malagueño, respectivamente.
Julio Fuente, por su parte, no presenta un texto improvisado y repentino, nacido en medio del desorden provocado por una crisis psicótica efervescente, sino un texto meditado, con
muchas correcciones y bien escrito. Muy del gusto del autor, que reconoce complacido la calidad de su obra. Además, es el relato curioso de un psiquiatra que se evalúa y diagnostica a sí mismo. Para ello, naturalmente, pues no creo que quede otro remedio, fuerza un poco la realidad e intenta adaptar su locura a alguna corriente teórica, en esta ocasión a las premisas de la escuela fenomenológica de Heidelberg, más en concreto, a su obra más representativa y por muchas razones aún vigente: La esquizofrenia incipiente de Klaus Conrad.
Julio va deshojando su crisis siguiendo las conocidas fases de Conrad –trema, apofanía, apocalipsis, consolidación y residuo–, en cuyo curso, de forma como digo algo forzada, intenta acomodar su hundimiento. Visto desde fuera, con la neutralidad que proporciona la distancia, es lícito pensar que igual encajaba mejor el conjunto de sus síntomas, incluido lo que denomina «su delirio lacaniano» –la certeza de que era el sucesor de Lacan–, en la esfera más triste y emotiva de la psicopatología. Es muy precisa en ese sentido, incluso resulta hermosa y poética, su propia alusión al desvanecimiento de la certeza psicótica: «Un núcleo melancólico tan antiguo como la piedra que arrancó de cuajo la parte más florida del delirio». La melancolía, como casi siempre, es la candidata a convertirse en la reina dominante de la experiencia, y si no fuera porque pecaría de imprecisión, añadiría que de todas las experiencias.
Pero la adecuación o no a esa conocida descripción de Conrad es lo de menos. Lo relevante es la intensidad, el primor, la agudeza y el rigor con que se enfrenta a uno de los peores momentos de su vida. A Julio le sobra la necesidad de proponerse un diagnóstico de su crisis que, en realidad, está de más a la hora de describirse y entenderse. Su testimonio es suficiente por sí mismo. No necesita apoyos técnicos ni saberes profesionales. Al revés, quizá sean estos los menos preparados para dar cuenta de su aparatosa caída.
Por su parte, Francisco Pereña, por quien siento debilidad teórica, hace una demostración de precaución y sabiduría. En una concepción muy suya, que va de lo teológico a lo político, explora la presencia en Julio de una política degradada que, sin su alimento teológico, recae necesariamente en la persecución y la autorreferencia. Entiende Pereña, a su irrepetible modo de ver, que el testimonio delirante de Julio Fuente es el intento fallido por elaborar una teología como fundamento sobre la que edificar la comunidad política en la que necesita inscribirse sin conseguirlo. Teología y política, en este caso, como ya sucediera, a su manera de ver en Schreber, son las puertas abiertas por donde irrumpe el delirio.
Siguiendo con ese paralelismo, entre Shreber y Julio, Pereña no deja de atender a otros isomorfismos: «en la estela de Schreber, el testimonio de Julio es probablemente, en su sencillez, la mejor clarificación de cómo se crea y se arruina el delirio. [...] el delirio se disuelve como último horror, como el horror que de nuevo le devuelve al abismo de su radical y definitivo alejamiento del mundo». Pero, mientras tanto, el delirio de nuestro protagonista se cimenta siguiendo los pasos de un delirio de filiación. Alejado, como lo está Pereña, de la posibilidad de recurrir a supuestos marcadores biológicos como mecanismo explicativo, o de enfrascarse, como dice, en un empecinamiento clasificatorio, su detallada observación le conduce pronto a observar y destacar en Julio el afán de pertenencia a una estirpe de elegidos. El problema de la filiación en las psicosis se le presenta a nuestro analista, desde el primer momento, como el principal apuro para el psicótico. Y, a la vez, solo desde el recurso de una nueva filiación, el sujeto psicótico puede encontrar un lugar en «el cosmos». Ésta es su conclusión.
Además, Pereña, establece dos momentos evolutivos distintos: el delirio de filiación, en primer lugar, y el de persecución, en segundo. Y en esa secuencia retoma el tema inicial de su armonía interpretativa, pues la filiación es a la teología lo que la
persecución es a la política. así estructura el guión clínico del caso: Julio, como cualquier sujeto psicótico, es «un teólogo sin religión». El psicótico, bien entendido, tiene que crear la religión de la que carece, y para ello se inventa, gracias al delirio, «una filiación, una familia y un mundo».
Pronto, naturalmente, obligado por la misma lógica que vertebra el delirio, la filiación fracasa y solo puede sostenerse desde la política de la persecución y los enemigos. Este es el destino de Julio y de tantas psicosis, pero en su caso hasta el delirio fracasa y con ello se descubre de nuevo a solas y de frente ante la impostura que acompaña la vida, es decir, a cuestas con un rasgo más de la melancolía que le paraliza y le somete a su cruel destino o, por lo menos, es lo que entiendo que sugiere Pereña en su breve y contundente epílogo.
Pues bien, solo me queda concluir que el lector va a ver recompensados sus esfuerzos en la lectura de este libro, si es que se necesita algún esfuerzo para hacerlo y no basta con el gusto de acompañar a ambos protagonistas. Pocas veces, en la cultura psiquiátrica actual, se va a encontrar una conjunción tan afortunada, donde un psicótico lúcido escribe su locura, unos años antes de morir, y un psicoanalista advertido repasa sus cinco años de acompañamiento con su «loco viviente» y casi amigo.
Por si cabe alguna duda de la excelencia del estudio, me remito, guardando silencio en señal de respeto, a las últimas palabras del sutil y radical trabajo pereñino: «Con él, como con cualquier sujeto del síntoma, no deberíamos ocupar el lugar del “experto” o del “profesional”, sino el de un sujeto que atiende el malentendido de ser sujeto. Cuando se dice “vaya usted a ver a un profesional” ya se está condenando y denigrando su dolor. “Vaya usted a ver un hombre”, le diría Wittgenstein, es decir, a un sujeto que conozca su imposibilidad, entre otras cosas, de cambiar el mundo o legislar sobre cualquier otro».